viernes, 2 de julio de 2010

Los primeros siete capítulos + parte del octavo

Capítulo.1

1

Mi vida nunca ha sido un camino de rosas. Y hasta hace poco lo tenía más que asumido, pero… ¿qué hace uno cuándo muere su madre?
Alcé la vista para seguir el vuelo de una gaviota que sobrevolaba la orilla de la playa. Aquel era un día especial, trece de diciembre, me detuve en un banco cerca de la playa. Necesitaba un descanso tras haberme despertado a las cinco de la madrugada, y no parar de andar hasta entonces. El viento azotó mi cabello, y un señor, que rondaba los setenta años de edad se sentó a mi lado, me miró sin despojo, con esa mirada con la que te observan los mayores cuando adivinan lo que te sucede. Al sentir mi incomodidad, el anciano decidió hablar.
- ¡Qué viento se está levantando! – miró a las olas más lejanas que se pudieran apreciar desde nuestra posición, y después, volvió a situar toda su atención en mí.
- ¿No le parece? – el anciano parecía estar ensañado en sacarme al menos una palabra. Observé su reacción de reojo, pero no se inmutó. Esperaba una contestación.
- Si – asentí finalmente, derrotado. Y él, victorioso, se giró brevemente y articuló una gran sonrisa, mostrando los pocos dientes que sobrevivían en su paladar superior.
- Los del tiempo siempre se equivocan – afirmó – por eso me llevo mi paraguas a todas partes – dijo, tocando el oscuro paraguas en el que se apoyaba para andar.
- Me parece que se equivoca – repliqué, inocente, sin cambio de expresión en el rostro.
- ¿A si? – dijo en tono irónico, arqueando una ceja.
- Si – asentí.
- ¿Y por qué cree tal cosa, joven?
- Porque muchas de las cosas que dicen los del tiempo son verdad.
- No le quito razón – añadió el anciano – pero… ¿verdad que se equivocan? – insistió, convencido.
- Sí, pero…
- Pues yo nunca me equivoco – me interrumpió. Le miré fijamente.
- ¿Verdad que siempre lleva su paraguas consigo? – pregunté. Y el anciano asintió con la cabeza, mirándome de reojo.
- Pues esa es la prueba. Usted, simplemente no predice el tiempo, lleva consigo todas las variantes para que no le pille desprevenido. ¿No es así? – el anciano se levantó y me tendió su paraguas.
- Cójalo, lo necesitará – lo agarré, y él se fue.
Las nubes se perdían a la lejanía, y el sol tintaba las frías aguas del mar de color dorado. Suspiré mientras veía la figura del anciano perderse entre la gente que pululaba por allí.

El teléfono vibró. Lo saqué del bolsillo de mi pantalón vaquero y lo encendí. Se trataba de un mensaje. Era de mi ex, y decía así:
>>Por favor, perdóname, no era mi intención acostarme con otro. Fue solo un descuido, tienes que entenderme. Por favor, te quiero<<
Balbuceé al releer el mensaje por segunda vez. ¿Qué te perdone? Pensé, ¿qué fue solo un descuido? Volví a apagar el teléfono, lleno de rabia, y lo agarré fuertemente en mi mano, hasta sentir cómo el teclado se doblaba. No aguanté más y me dirigí hacia su casa, debería estar allí, tenía que hablar personalmente con ella, y dejarle claro que lo nuestro se había acabado para siempre. El cielo volvía a nublarse, hasta quedar casi completamente encapotado. Cuando llegué al portal, la señora Monfort que pasaba por allí, me dejó la puerta abierta con toda su amabilidad, y con una gran sonrisa dibujada en la cara. Pero no pude corresponderla, el odio que sentía en mi interior me eclipsaba totalmente, y no me dejaba pensar, así qué, subí por las escaleras a toda prisa hasta el tercer piso, y golpeé la puerta. Segundos después, la puerta se abrió, con Anna al otro lado, al verme no supo que cara poner. Saqué el móvil y se lo enseñé.
- ¿Qué significa esto? – pregunté, enfurecido. Entré en el piso, uno que ya me sabía de memoria, uno en el qué había pasado los mejores momentos de mi vida junto a Anna, y en el cual, ahora, me imaginaba a un tío de uno noventa tirándosela en el sofá, mientras ella gemía.
- ¿¡Quién te crees para enviarme este mensaje!? – exclamé. La cara y el pecho me ardían.
- Yo solo… solo quería arreglar lo nuestro – dijo, con aquella voz dulce que la caracterizaba, su rostro transmitía miedo, y eso me dolió profundamente.
- ¿¡Te crees que lo nuestro se puede solucionar con un simple mensaje!? – grité.
- ¡No! – dijo, a punto de romper a llorar – ¡sé que lo que hice está muy mal, y que no se arregla con un solo mensaje! – gritó, llorando.
- ¡Por supuesto que lo que hiciste no se soluciona con un simple mensaje, lo que hiciste no tiene solución! – y en ese mismo instante, se me lanzó, abrazándome, con intensidad. Entonces me di cuenta de que yo también lloraba.
- Lo nuestro no se puede arreglar – le dije en un susurro.
- Por favor, perdóname – me suplicaba – por favor, perdóname – pero no podía, había confiado en ella, había compartido todo con ella, yo creía en ella, y me había decepcionado, lo nuestro no tenía arreglo, y lo sabía.
- Por favor… - me soltó, con el rímel corrido – tienes que perdonarme – me senté en el sofá de color pistacho, y le dije mis últimas palabras en aquel piso.
- No puedo, me has traicionado – me giré – sé que lo sientes, y que quieres luchar por lo nuestro, pero yo no puedo. Cada vez que te imagino, aparece “él”, cada vez que te toco os imagino a los dos juntos, no me pidas perdón – me acerqué a ella y mirándola fijamente a los ojos y acariciando su cara, dije:
- No me pidas que te perdone – y me fui, dejando la puerta abierta tras de mí.
Cuando llegué a la calle, el agua comenzó a mojarme, fue entonces cuando me acordé del anciano, y que amablemente me regaló su paraguas, lo saqué y me resguardé bajo él. Y mientras me alejaba a la lejanía entre las abandonadas calles de aquella ciudad, bajo la intensa lluvia, aún olía a Anna, a aquella colonia de coco que yo mismo le había regalado por su cumpleaños.

Me bajé del tren en la calle Santiago, y en ése mismo instante, una brisa que arrastraba hojas consigo, me golpeó. Con la música taponando mis oídos, anduve calle arriba, hasta alcanzar la puerta de metal que daba paso al cementerio. Un hombre vestido con traje me abrió la puerta gentilmente, y me invitó a pasar. Cuando me adentré en aquel tétrico lugar, una extraña sensación me recorrió el cuerpo. Me flojearon las rodillas y tropecé. El ridículo fue tal, que preferí no mirar a mí alrededor, no quería cruzarme con la mirada de nadie. Me perdí entre las lápidas de gente ya sin nombre, sin cuerpos, y sin recuerdos. Fue entonces cuando me imaginé el cuerpo de mi madre descansando dentro de uno de esos ataúdes, bajo tierra. Cerré fuertemente los ojos. Cuando llegué, solo había dos personas a parte de mí mirando el ataúd. A uno de ellos lo conocía, había sido íntimo amigo de mi madre, y le ayudó económicamente cuando ella lo necesitó para abrir su propio burdel. Lo saludé con una simple sonrisa. La otra persona era una mujer, la cual su cara me sonaba. Me acerqué a ella, y cuando alzó la cabeza, la miré profundamente a los ojos.
- ¿La conozco de algo? – le pregunté, ella asintió levemente con la cabeza, mientras se secaba las lágrimas que resbalaban por su rostro.
- Sí, soy Katherine, ¿no te acuerdas de mí?
- No – negué – lo siento.
- Oh, no pasa nada – me dijo con una sonrisa – yo era amiga de tu madre, ella me dio trabajo hace mucho tiempo…
- Así qué usted es…
- Oh, no, no, no, eso ya lo dejé hace mucho tiempo, ahora trabajo de camarera.
- Me parece muy bien – declaré, sonriendo – la verdad es que su cara me suena ¿la he visto en alguna ocasión?
- Si, por supuesto, en decenas de ocasiones. Yo visitaba a tu madre de vez en cuando, y hablábamos.
- ¿Sobre qué? – le pregunté, mientras nos alejábamos poco a poco del ataúd.
- Pues, bueno… de nuestras cosas, de cómo nos había ido la vida, y también de muchas cosas que nos ocurrieron de pequeñas – entonces, se alarmó y me tendió la mano – lo siento, no me he presentado, me llamo Katherine. Encantada.
- Igualmente, yo me llamo Ian – le estreché la mano.
- Ya, ya lo sé – asintió sonriente.
Tras el entierro de mi madre al que asistimos en lágrima viva, salimos del cementerio y llevé a la señora Katherine a un restaurante al que solía ir en contadas ocasiones.
El camarero se nos acercó.
- ¿Desean lago más? – Katherine y yo nos miramos mutuamente, y asentí.
- Sí, un par de cafés descafeinados, gracias.
- Muy bien – y acto seguido el camarero se alejó.
- Eres muy amable, Ian, pero no sé si yo me puedo permitir pagar esto…
- No, no, de esta comida me encargo yo, faltaría más. Tú solo disfruta.
- Eres un encanto. Tal y cómo te recordaba – la inspeccioné un rato mientras ella miraba al camarero caminar de un lado a otro, y le pregunté:
- ¿Cuándo fue la última vez que visitaste a mi madre? – ella se lo pensó un segundo y luego me contestó.
- Pues… si no recuerdo mal, nuestro último encuentro fue hace unos meses, tu madre vino a visitarme, y se quedó en mi casa más tiempo que nunca. Aunque, a mi casa solo vino en un par de ocasiones, así qué... Recuerdo que estaba un poco nerviosa, le pregunté qué era lo que le pasaba, pero ella me dijo que no le ocurría nada, que era el efecto de unas pastillas que andaba tomando. ¿Por cierto, de qué ha muerto? Siento tener que hacerte esta pregunta, pero es que yo la veía con tanta energía que aún no puedo asimilar el que ya no esté aquí entre nosotros.
- Si, tranquila, la atropelló un coche.
- ¿Cómo?
- Al parecer ella se dirigía a casa por la noche, y un chico más o menos de mi edad no la vio mientras cruzaba la carretera y la atropelló.
- Dios mío – Katherine tenía las manos en la cara, sorprendida.
- ¿Y qué va hacer la policía con ese asesino?
- Tranquila, el tipo ese va a pagar todo lo que ha provocado, mis abogados ya se están ocupando de todo.
Katherine y yo seguimos hablando largo y tendido, hasta que se dio cuenta de la hora que era y se despidió de mí.
- ¡Que tarde es! – exclamó – ya tendría que estar camino de casa.
- ¿Vendrás mañana a la lectura del testamento? – le pregunté.
- No, lo siento, pero sé que si tu madre me hubiera dejado algo ya me lo habría dicho, pero en caso de que me equivoque su abogado ya me llamará.
- Te podrías quedar en mi casa esta noche, yo te podría llevar mañana a tu casa.
- No lo siento, Ian, hoy debería estar trabajando, y mi jefe me ha dejado escaparme con una sola objeción, que estuviera para las ocho de vuelta, y a este paso no sé si llegaré.
- Bueno, pues al menos te acompaño.
- Gracias, eres muy amable – dejé un billete de veinte euros y otro de diez sobre la mesa, y nos fuimos.
Me despedí de Katherine cuando llegó su autobús, y en el momento en el qué no alcanzaba a verlo en la lejanía, decidí que era hora de volver a casa.

El calor me invadió cuando entré en el salón, y un olor a madera barnizada me recorrió el cuerpo. El señor Alfred Hood me recibió con una tímida sonrisa, me señaló mi asiento, justo enfrente suyo, en una de la docena de sillas verdes que rodeaban la mesa de roble justo en el centro de aquella habitación medio vacía.
- ¿Soy el primero? – le pregunté, dejándome caer en la silla. Primero me miró tras sus gafas de color negras, diseñadas especialmente para él.
- No – negó – el señor Dave se encuentra en el baño.
Dave era un amigo de mi madre, que me prometió que como mínimo asistiría a la lectura del testamento. Instantes después escuché el ruido de la cadena del váter.
- Me alegro de que ya estés aquí – me dijo Dave mientras salía del baño. Se acercó a mí y me golpeó un par de veces en la espalda –era su forma de saludar-.
- Sí, ya estoy aquí, lo que pasa es que no me ha vuelto a sonar el teléfono, me parece que quiere jubilarse, cualquier día me acerco a la tienda más cercana y me compro uno nuevo. ¿Y tú qué tal? – le pregunté, mientras se sentaba a mi izquierda.
- Muy bien, a causa del terremoto de hace unos días, el súper-mercado quedó afectado, y parece ser que tardarán tiempo en reparar los daños, así qué desde entonces estoy hasta los topes en la tienda.
- ¿Cómo has podido venir?
- He dejado al mando a mi hija, que con esto de que se acercan las vacaciones de navidad no les envían nada en el cole. Y para que esté todo el día chateando con tíos que ni siquiera conozco por el tal “Chad” ése, prefiero que me ayude con la tienda. – cuando Dave decía “Chad” se refería al Chat por el que nos comunicamos la sociedad hoy en día.
- ¿Falta alguien más por venir? – nos preguntó el señor Alfred, que era el abogado de mi difunta madre.
- No, que yo sepa – le contesté.
- Bueno, entonces, si nadie más va a venir es mejor…
- No, falto yo – me giré, aquella voz ronca me sonaba, y no me producía gran entusiasmo – hola, soy Jacob Rose, hijo de Pearl Rose – dijo, mientras recorría el camino de la puerta hasta la mesa, para estrecharle la mano a Alfred.
- Muy bien, pues si ya estamos todos, comencemos – la odiosa persona que tenía por hermano se sentó a mi derecha, con una gran pizpireta sonrisa grabada en el rostro. Me hubiera abalanzado sobre él si no fuera porque había gente que pudiese señalarme cómo único culpable de su muerte.
- La verdad es que no hay mucho que decir, empecemos por usted señor Dave, la señora Rose le ha dejado su prostíbulo que se encuentra frente a su casa, y me dijo expresamente que hiciese cualquier cosa con ella que le apeteciera menos seguir conservándola cómo ha estado hasta el días de hoy. Tome – le dijo, dándole una carta – aquí le deja una lista de las cosas que se le ocurrieron que podría hacer usted con el prostíbulo. Y para usted, Ian, su madre le ha dejado esta caja, en ella hay una carta muy íntima, un video, y las llaves de un piso que ha comprado para ti, en una ciudad alejada de la costa. Y por último, para usted, Jacob, también hijo de Pearl Rose, su madre le deja su casa, bajo el prostíbulo donde trabajaba y en el que usted ha vivido gran parte de los días de su vida.
- De acuerdo – asintió Dave – si ya está todo, yo me voy – anunció – que no me fío de mi hija… Encantado de conocerle Alfred, si me necesita para algo más, llámeme a este número –le tendió una tarjeta con el teléfono de su tienda.
- ¿Ya te vas? – le pregunté.
- Sí, pero… ¿qué te parece si te vienes y comemos juntos?
- Bueno… no tengo mucho que hacer… vale, de acuerdo. Pero primero permíteme ir al baño, y enseguida nos vamos.
- Tranquilo, yo te espero – me contestó. Y mientras me alejaba hacia la puerta del baño, le eché una mirada asesina a mi hermano. Lo odiaba.
Tras hacer mis necesidades, y mientras me lavaba las manos, reflejado en el cristal, Jacob entró al baño.
- Hola hermanito – me dijo con aquella voz. Negué con la cabeza, el calor me trepaba por el cuerpo, no podía pensar, solo me imaginaba sobre él, golpeándolo.
- ¿No me dices nada? – se burló, tensando los labios en una sonrisa – esperaba que tras cinco años sin vernos al menos te molestarías en saludarme.
- ¿Tú crees? – dije en una risa nerviosa - ¿cómo eres capaz de presentarte aquí? – cerré el grifo y tiré la servilleta con la que me estaba secando las manos a la basura - ¿cómo puedes tener la cara de presentarte como si nada? – le agarré por el cuello de la camisa fuertemente.
- No te pases hermanito… que soy mayor que tú, y no me gustaría tener que manchar el suelo con tu sangre – me amenazó.
- Inténtalo – le desafié, le empujé contra la puerta, y el ruido que provocó el choque, fue como el golpe de dos piedras. En el mismo instante en el qué su mandíbula se apretó con furia, se abalanzó sobre mí tirándome al suelo. Y tras el primer golpe de mi cabeza contra el sucio suelo, me dio otro con su puño en la nariz.
- ¡Vete a la mierda! – le oí decir, vagamente, entre el pitido que inundaba mis oídos.
Cuando volví a recobrar el sentido, Dave aporreaba la puerta, llamándome. Me levanté, y mi cabeza se inundó de dolor. Como si tuviese fiebre. Volví a abrir el grifo para quitarme la sangre que me caía por la dolorida nariz, y a su vez adornaba mi cara.
- ¿Estás bien, te ha pasado algo? – preguntaba Dave al otro lado de la puerta.
- No, tranquilo – dije.
- Venga, que mi hija se va a empezar a impacientar.
- Ya estoy – le anuncié, mientras salía al salón, pálido cómo el mármol.
- ¿Qué te ha pasado? – me preguntó.
- Nada
- Pues estás muy pálido, ni que te hubieran dado el susto de tu vida – se rió a carcajadas.
Antes de irnos, cogí la caja que me había dejado mi madre con la carta, el video y de más cosas, y me despedí del señor Hood. Cuando alcanzamos la calle, un extenso mar de nubes grises se extendía a lo largo del cielo, privándonos del sol, y mojándonos a causa de una gran tormenta.
Nos montamos en el viejo coche color azul marino de Dave. El auto olía a humedad, aguanté la respiración, y me tomé el lujo de abrir la ventanilla para exhalar aire fresco de vez en cuando. Salimos de la ciudad, y enseguida nos perdimos entre extensos bosques y montes que se perdían a la lejanía. Recorríamos una carretera que cambiaba de estado cada pocos metros. Y pegábamos saltos en los asientos a causa de las piedras en el camino. Soporté las continuas quejas de Dave sobre su vida, pero en realidad hacía oídos sordos, perdía mi mirada en el paisaje.
Tardamos cerca de una hora en llegar, y mis tripas ya rugían cómo si no hubiesen comido en su vida. En el mismo instante en el qué puse un pie en el asfalto de la carretera, cientos de sensaciones, sentimientos, imágenes, y momentos me entraron por los cinco sentidos. Y temí por encontrarme cara a cara con la que había sido ocho años atrás el primer amor en mi vida. Un amor no correspondido –cómo no-.

2

Aún recuerdo aquel día lluvioso, el pueblo al que nos acabábamos de mudar yacía bajo un cielo gris y encapotado. Mi madre, Pearl, me envió a por sal a casa del vecino, yo apenas conocía a nuestros vecinos, y ciertamente, era muy tímido. Mi madre, alquiló un segundo piso en una de las casas más modernas –por aquel entonces- en el pueblo. Y le costaba lo suyo. Mi –querido- hermano Jacob, (cómo siempre) no puso más que pegas a todas las decisiones que tomaba nuestra madre, yo en cambio, me callaba, y aunque no me parecía lo más idóneo cambiar de pueblo de un día para otro, todo tenía un por qué –al igual que en la vida misma-.
Aquel día, el aire del norte había arrastrado hasta el pueblo un frío horroroso que calaba hasta los huesos. Y, entre el olor a pescado de la pescadería que teníamos abajo, y el olor a jamón serrano que nos llegaba de la taberna –La horca- de enfrente de nuestra casa, me revolvían las tripas. Tras el por favor de mi madre, salí de casa y subí las escaleras de salto en salto. Mientras oía el eco de mis zapatillas golpeando el suelo y resonando en el portal. Uno tras otro.
Sudando, nervioso, y con una gran sonrisa en la boca, llegué al piso de arriba, toqué la puerta con timidez, y para mi sorpresa, todo a mí alrededor desaparecería de un plumazo. El olor a jamón serrano mezclado con el de la pescadería, mi propio sudor mojando en la camisa de lino, y el perfume de la señora Bernadet que se adhería al aire por el que pasaba.
Un ángel se había escapado del cielo, sin que los demás lo supieran, y cayó en mi vida por sorpresa, iluminando mi camino de luz celestial. En aquel momento, todos mis pensamientos negativos se fundieron. Ella me sonrió, apenas tenía siete años, pero esa noche de invierno me enamoré por primera vez.
- Hola – me saludó. Yo seguía atontado con su sonrisa. Dormido en el más profundo de los sueños, rodeado sólo por una tranquilidad infinita.
- ¿Estás ahí? – preguntó, sus ojos se perdían en algún lugar. Sentía que no me prestaba atención alguna. Y la duda llegó a mi cabeza vacía.
- S… sí, estoy aquí. Encantado, me llamo Ian, y acabo de mudarme aquí – le tendí la mano, pero ni se inmutó, solo sonreía.
- ¿Puedo? – dijo, dubitativa. ¿El qué? Me pregunté para mis adentros, pero no merecía la pena comerse la cabeza, estaba muy distraído con su sonrisa.
- Si – asentí. Entonces, elevó las manos hasta encontrar mi rostro. Y comenzó a leerme, como si fuera un libro. Y fue entonces cuando lo entendí, ella era ciega.
- Encantada, Ian, yo me llamo Arianne – la miraba estupefacto, aquella belleza divina me había robado el corazón, pero un sentimiento de compasión me recorrió el pecho.
- ¿Qué te sucede? – me preguntó.
- Na… nada – contesté, aún absorto en su mundo.
- Umm... – dijo en un hilo de voz – me parece que no estás siendo muy sincero conmigo – me confesó. Me sentía incómodo, quería seguir mirándola por tiempo indefinido, pero al mirarla aquella sensación de compasión también me inundaba. Por lo que decidí seguir con lo mío.
- ¿Podrías darme un poco de sal? – ella debió de pillar mi indirecta, y quitó sus manos de mi rostro, lentamente. Me sentía cómo un mosquito rodeando una luz encendida en medio de la oscuridad.
- Si, por supuesto – asintió – pero espera, tengo que llamar a mi papá.
Su padre se acercó por el pasillo, con una tolla pequeña entre las manos.
- Hola – me saludó - ¿qué quieres hija? – dijo dirigiéndose a Arianne.
- Este chico ha venido a por un poco de sal, ¿podríamos ofrecerle un poco? – le preguntó – es muy majo – añadió.
- Claro que sí – asintió Dave – ahora vuelvo – nos dijo introduciéndose de nuevo en el oscuro pasillo.
Aquella fue la primera vez que vi a Arianne. Después de aquel día, la visitaba casi todos los días con escusas estúpidas, y a mi parecer, ella ya lo sabía.

Cuando alcancé el comedor, y me senté en una de las sillas que rodeaban la mesa. Una voz muy conocida me dio la bienvenida.
- Hola Ian – sonaba dulce, pero su vestimenta había cambiado, ahora vestía más a la moda, pero mientras la miraba, yo seguía viéndola con su vestido blanco, cómo en su infancia.
- Hola Arianne – me levanté, y agarré sus brazos por las muñecas, y las posé en mi rostro.
- ¿Eh cambiado en algo? – le pregunté, esta vez, los dos sonreíamos. Y juraría que ese día volví a oler el perfuma de mi vecina Bernadet, y el repugnante olor que provocaba la unión del jamón serrano y los pescados.
- Debo decirte, que muy poco – me contestó - ¿y yo? – preguntó - ¿te parece qué he cambiado algo?
- No – negué – para mí sigues siendo la niña de siete años que conocí aquel día lluvioso.
- ¿Debería de alagarme? – me preguntó, sarcástica. Bajó sus manos, y con cuidado, se sentó en una de las sillas.
- Claro que sí… - aquel día volví a revivir todos aquellos sentimientos que un día me recorrieron el cuerpo. Me sentí vacío, y desgraciadamente, la imagen de mi ex me vino a la cabeza. Regresé a casa en el auto de Dave, que amablemente me llevó entre sonrisas. Cuando llegué a casa, una gran llovizna inundó las calles del pueblo. Me tumbé en el sofá, y me dormí mirando la caja que me había dejado mi madre.








Capítulo.2


1

Era dieciséis de diciembre, y no tenía mucho que hacer. El dueño de la casa en la que vivía, me había dado un último aviso, tenía que dejar la casa a finales del mes por impago. Hasta hacía un par de días eso era un problema, pero ahora tenía a mi disposición un hogar que mi madre me había dejado. Pero… ¿estaba listo para mudarme? Tendría que dejar a mi mejor amigo de la infancia, aun qué por otro lado, nunca más tendría que salir a la calle pensando en que me encontraría con mi novia. Y encima desde la muerte de mi madre me encontraba sin fuerzas. Agotado, la situación me tragaba, y estaba consumiendo mi realidad. ¿Qué podía hacer?
Estaba sentado en una silla, desayunando en el bar, gastando el poco dinero qué poseía. Y Lucas acababa de levantarse para ir al baño. Unté un trozo de mi cruasán en el café, y me lo comí con mucho gusto. La lluvia aporreaba las ventanas del bar. Y el frío que hacía fuera se colaba en la estancia. Debía tener unas ojeras aterradoras, había dormido poco y mal aquella noche, y me había levantado por lo menos media docena de veces para coger mantas adicionales con las qué mantener el calor. Me pesaba el cuerpo, como si llevara un par de sacos de patatas sobre los hombros. Eran las nueve de la mañana, y estaba cansado. Las piernas apenas me respondían, y se me dormían cada dos por tres. Cuando me acabé el café y el cruasán, apoyé todo mi peso en el respaldo de la silla, y ésta chirrió con comodidad. Yo solté un gemido, echando por completo todo el aire que tenía en los pulmones.
- ¿Me echabas ya de menos? – Lucas regresó. Él lucía un aspecto totalmente diferente al mío. Sus labios estaban tensados en una gran sonrisa, y estaba bien arreglado, aun qué no quiso decirme para qué. Llevaba una camisa blanca de algodón de marca Lacost, debajo de una cazadora de cuero negro. Y unas gafas de cristal negro a juego. Aparte, se había puesto los nuevos vaqueros que acababa de comprarse –de esos que parecen que estén rotos- y también llevaba unas zapatillas deportivas de Puma, azules y blancas.
- Ya te gustaría – dije con ironía. Me enderecé en la silla, y le miré fijamente por unos segundos a los ojos.
- ¿Qué te cuentas? – me preguntó, aún no habíamos hablado, en cuanto nos vimos en el bar me dijo que tenía que ir al baño.
- Nada – mentí, me apetecía desahogarme con alguien, pero preferí mentirle.
- Ian – dijo, reclamando toda mi atención – nos conocemos desde que íbamos a tirar piedras al tren con ocho años, así qué no pienses que no me entero cuando me mientes.
- Es verdad, no te miento, no tengo nada que contar – lo único que hacía era decir una mentira sobre otra. Me miró y arqueó una ceja, estaba claro; hasta que no le dijese algo no pararía.
- Está bien. Cómo ya sabes, hace dos días tuve la lectura del testamento de mi madre, y para mi sorpresa me dejó una caja…
- ¿Una caja? – me interrumpió.
- Sí, una caja. En su interior contenía un DVD, unas llaves y… no me acuerdo de lo otro, pero bueno, los más importante son las llaves.
- ¿Para qué son?
- ¿Podrías dejar que te cuente la historia de un tirón? Luego haces todas las preguntas que te vengan en gana.
- De acuerdo – asintió.
- Pues eso, resulta que las llaves son para una casa qué por lo visto me ha dejado mi madre.
- ¡Qué bien, ahora tendrás un sitio al que mudarte! – le miré con rencor, y entendió – perdón – me dijo, haciendo cómo si cerrara la cremallera en su boca.
- Sí, tienes razón, pero lo malo es que la casa está al otro lado del país.
- ¿Y? – su reacción me sorprendió - ¿no es lo más importante qué tengas un sitio en el qué vivir? – tenía razón, por vez primera en su vida, mi amigo Lucas decía algo con coherencia.
- No, si tienes razón, pero… me da mucha pereza tener que cambiar de casa a estas altura, y encima no conozco a nadie en esa ciudad.
- Tranquilo, que yo ya iré de vez en cuando a visitarte.
- ¡Gracias, ya me dejas más tranquilo! – bromeé, llevándome la mano al pecho, y actuando con exageración.
- Bueno, yo ya me voy – me dijo, levantándose.
- ¿Ya, pero si ni siquiera has desayunado?
- No importa, ya me hincharé a comer más tarde, ahora me tengo que ir.
- ¿Una cita? – dejé caer. Y acto seguido se puso rojo cómo un tomate - ¡eh acertado! – grité, algunos del bar me miraron.
- Sí, vale – me dijo, pidiéndome que bajara la voz.
- Que te vaya bien – le dije. Y cuando salió del bar, vi la mirada con la que me contempló, le pasaba algo.

Cada día que pasaba, tenía menos tiempo para actuar. Pero si lo pensaba bien, sólo tenía una posible respuesta a mi pregunta ¿debería de mudarme a la otra ciudad en la que mi madre me había hecho el favor de comprarme una casa? Ya estaba claro, la respuesta correcta era: sí. Tampoco podía hacer nada en la situación en la que me encontraba. O elegía esa opción o me quedaba en la calle, sin trabajo y sin dinero. Al menos si me mudaba podía encontrar otro trabajo y hacer una nueva vida. Así que decidí no comerme más la cabeza, aquella misma tarde, me acerqué a casa del propietario de mi piso, y le entregué las llaves y el último dinero que me quedaba. No me salían las cuentas, pero él hizo la vista gorda, y aún sorprendido con qué me fuera, se despidió con una gran sonrisa.
En cuanto llegué a casa, me puse a hacer las maletas, y meter todo lo que fuera mío en cajas de cartón que amablemente me habían cedido en el estanco de debajo de mi casa. Un par de horas después, Lucas se pasó a ayudarme, aun qué más bien, se puso a ver la televisión. Aquellos objetos tan cotidianos que hasta ése día me habían adornado la vida, en realidad formaban parte de los mejores y más amargos momentos de mi vida. Cada uno de ellos me transmitía una sensación diferente, o un olor, incluso recuerdos que almacenaba en mi mente, y que no creía recordar.
Por un lado quería dejarlos o donarlos inclusive tirarlos, pero los sentimientos me podían, así que decidí quedármelos y decidir qué hacer con ellos cuándo llegase a mi nueva casa.
- ¿Ya puedes tú solo? – me dijo Lucas, mirando mi reflejo en la pantalla del ordenador que estaba sobre la mesilla junto al sofá.
- No me vendría mal un poco de ayuda, la verdad – le contesté, mientras cargaba con una caja llena de libros hasta la entrada principal.
- Dime… ¿Cuándo tienes planeado irte?
- Mañana mismo, hoy he ido a darle las llaves al propietario, pero me ha dicho que cuando acabase de hacer la mudanza se las dejara aquí, aunque, bien pensado, ¿qué hubiese hecho sin llaves? Me parece que todo éste tema me nubla la mente – reí.
- ¿Y ya tienes modo de llevar tus cosas hasta ése pueblo? – me preguntó, mientras cargaba con una de las cajas.
- No, ahora que lo dices, ni se me había pasado por la cabeza…
- Tranquilo, no te preocupes, yo te llevaré mañana, y si hay que hacer más de una vuelta, sólo tienes qué llamarme, y estaré donde te encuentres en ese momento en menos de un minuto – me dijo con una gran sonrisa. Todo esto no era tampoco fácil para él.
- Gracias – le dije, agarrando otra caja.
- Somos colegas – afirmó – y los colegas estamos para esto.
Lucas me ayudó a empaquetar todo lo que tenía en casa, y dejarlo en la puerta para qué al día siguiente estuviera todo preparado. Finalmente nos quedamos viendo la televisión hasta las tantas, y riéndonos de momentos de la infancia. Cómo cuando, decidimos levantarle la falda a una chica que andaba por la calle y sin bragas.
Habíamos tenido grandes momentos juntos, y echaría de menos verle todos los días. Pero era un momento necesario en mi vida. Al final, quedamos en qué me vendría a buscar al día siguiente a casa con su coche cuando terminara de trabajar, y me llevaría a mi nueva casa con todos los trastos.

2

El día siguiente amaneció, y el cielo no presentaba ninguna nube a mi inspección matutina. Salí al balcón, pero me congelé de frío. Eran cerca de las ocho de la mañana, estaba dormido, y había quedado claro que no pensaba con claridad. El día transcurrió cómo otro cualquiera, tras vestirme, bajé al bar para desayunar. Después me compré el periódico y anduve hasta llegar a la playa, una vez allí me senté en uno de sus bancos, y terminé de leer el periódico. Para cuando quise darme cuenta, las agujas del reloj ya marcaban las doce del mediodía. Volví a casa, y pedí comida china. Estaba decidido en acabarme el dinero que me quedaba. Un cuarto de hora después, un hombre asiático me esperaba en el recibidor de casa, con los ojos bien abiertos, esperando que le diera sus veintiocho dólares con cincuenta. Y para rematar la mañana, me comí la comida sentado en el sofá, mirando las musarañas, esperando nervioso que pasaran las horas para dejar aquella casa y empezar una nueva vida en la otra ciudad. En ese momento, me di cuenta de qué ni siquiera sabía cómo se llamaba el lugar al qué me mudaba. Al menos tienes la dirección de la casa, y seguro que te reciben bien, me dije, intentando consolarme absurdamente.
Las horas pasaron y pasaron, y por fin, el timbre de mi vacío piso, sonó. Me levanté de un salto. Lucas esperaba al otro lado de la puerta con una gran sonrisa de lado a lado de la cara. Éste es tonto, pensé. Y él pareció haberme leído la mente.
- Encantado de conocerte, estoy a tu servicio – él y sus tonterías. Le invité a pasar con la mano.
- ¿Bueno… qué, empezamos a bajar todo? – le pregunté. Él se limitó a echar un vistazo a toda la estancia medio vacía. Sin vida. Aquellas paredes habían contemplado un millón de momentos y situaciones, y ahora parecían haber perdido la memoria.
- Sí, claro, empecemos – anunció, agarrando la caja más cercana que tenía, y sonriéndome. ¿Estaba feliz por qué me iba, a qué venía esa felicidad?
Tardamos un buen rato en bajar todas mis cosas y meterlas en el coche. Me despedí del piso con un –adiós- mental y nos fuimos en el auto.
El nombre de la ciudad a la que me mudaba era Phoenix, y según su cartel de bienvenida, dormían veintisiete mil cuatrocientos cincuenta y seis habitantes allí, ahora, dormiríamos veintisiete mil cuatrocientos cincuenta y siete habitantes. Llegamos a la ciudad unas dos horas después de empezar el trayecto.
Después de perdernos por la ciudad, y mareados de dar tantas vueltas. Encontramos la casa. ¡Por fin! Salí del coche cómo un cohete, y adoré poder estar pisando el suelo. El edificio al qué me mudaba brillaba entre las casas colindantes, era obvio que la habían construido recientemente –para qué me entiendas, cuándo digo reciente, significa entre cinco y diez años- claro qué las demás casas ya sufrían el paso del tiempo, les hacía falta una nueva pintura en las fachadas, y nuevos tejados, sin excepción de una carretera por la que se pudiera conducir.
Subí las escaleras que conducían hasta el porche, y toqué el timbre. Oí el eco de éste resonando en la casa. Poco después unos pasos se acercaron a la puerta, y cuándo se abrió, me llevé una gran y grata sorpresa.
- ¿Katherine? – nos quedamos mudos, mirándonos. Sonreímos.
- ¿Qué… qué haces aquí? – me preguntó, en un hilo de voz, incrédula.
- ¿Tú vives aquí? – nos encontrábamos en una espiral de preguntas sin respuesta. Hasta que Lucas se metió en medio.
- ¿No me presentas? – yacía a mi izquierda, sujetando una caja entre los brazos, sonriente.
- Sí, claro. Ella es Katherine. Katherine, él es Lucas – a continuación él dejo la caja en el suelo, y se dieron la mano.
- Encantada.
- Igualmente.
- Bueno, no me has contestado, ¿qué haces aquí? – le pregunté.
- Es que yo vivo en éste edificio. ¿y tú qué haces por aquí?
- Yo vengo de mudanza – le informé.
- ¿Ah sí, te vas a mudar a alguna de las casas del pueblo?
- Si, exacto, en ésta casa concretamente.
- ¿Cómo?
- Veras, mi madre me ha dejado las llaves de una casa, qué por lo visto a comprado en ésta casa.
- ¿El tercero?
- No lo sé, aún no tengo ni idea de en qué piso está, pero sí, supongo que será el tercero. ¿Por qué no hay ningún otro vacío u para alquilar, no?
- No – negó.
- Pues sí, supongo que de hoy en adelante, el tercero será mi nueva casa.
- Bueno, pues bienvenido. Pa… pasa – me dijo, apartándose y dejando un hueco por el qué poder pasar al interior.
El recibidor estaba a oscuras, una vez dentro, y con la puerta cerrada, apenas nos podíamos ver las caras entre nosotros. Seguidme, nos dijo Katherine. Nos llevó hasta una la cocina principal de la casa.
- Sentaros – nos dijo, señalando las sillas anticuadas que rodeaban una pálida mesa de madera.
La próxima hora y media tuvimos una extensa conversación sobre diversos temas. Después se ofreció para ayudarnos a subir todas las cajas a mi nuevo piso. Alfred Hood, el abogado, me llamó para ver qué tal me iba todo. Le contesté que muy bien. Y le dije que ya me encontraba en mi nueva casa.
Cuando la noche inundaba las calles de la ciudad, Lucas se despidió de nosotros, y me dijo que volvería cuanto antes.
Después seguí hablando con Katherine, mientras la televisión hacía de fondo. Nos dieron las tantas de la madrugada, y me acompañó hasta el tercer piso.
Una vez me encontré solo, en medio de una habitación llena de cajas desordenadas por el suelo, suspiré largo y tendido. Y agarré el colchón que había ido atado en lo alto del coche.
Aquella noche dormí estupendamente. Y al día siguiente, me desperté hacia el mediodía.

Siempre me he preguntado qué significado tiene la vida. ¿Nacemos para morir? O mejor dicho… ¿nos dan lo más preciado del universo para luego arrebatárnoslo a traición? Todos sabemos qué un día llegará nuestro turno. Nos lo inculcan desde bien jóvenes. Pero… ¿por qué? ¿Acaso no sería mejor descubrirlo como un regalo?
Sin duda alguna, todo lo que concierne a la muerte, o el fin de la vida, no trae más qué disgustos, tristeza, y miedo. Somos seres humanos, y ciegamente, nos creemos todo poderoso, siempre nos comparan con otros seres inteligentes. Y nos sitúan en lo más alto del escalafón. ¿Acaso el sentirnos superiores confirma el hecho?
La especie humana, ha evolucionado durante muchísimo tiempo, y aún hoy en día seguimos en proceso. Cómo parte de una misma especie… ¿por qué nos maltratamos entre nosotros, nos humillamos, o tenemos la necesidad de juzgarnos los unos a los otros? ¿Acaso es nuestra propia inteligencia nuestra mayor enemiga? ¿La qué supuestamente nos aparta de todo ser menor, la que nos ayuda a seguir adelante? ¿Por qué los seres humanos, nos tragamos nuestros sueños, esperanzas, y sentimientos para complacer a los amargados de nuestra estirpe? ¿No sería mejor ser felices, no juzgar a nadie, y ser libres y cómo queremos ser? ¿Acaso toda la inteligencia que tenemos lo máximo que nos brinda es la posibilidad de crear bombas atómicas, matar a animales para arrancarles la piel, o simplemente cargarnos el planeta?
Creo que millones de años de evolución no han sido suficientes para superarnos a nosotros mismos, y mientras no nos aceptemos nunca lo conseguiremos.
Pero todo esto no es más que una idea que supongo, compartirá gran parte de la humanidad.
Una semana después de mí llegada a Phoenix, ya me iba acomodando en mi nueva casa, e incluso había conocido a unas cuantas personas. Solía desayunar en un bar a la vuelta de la esquina. Y Katherine me preparaba la cena muy amablemente. En el bar, conocí a unas cuantas personas, con las qué congenie perfectamente.
Hacia las diez del mediodía, me vestí y bajé al bar. Cogí el periódico y empecé a leer las ofertas de trabajo que más me pegasen. Pero tras dos cervezas, y una napolitana, decidí abandonar mi búsqueda.
- ¿No hay nada bueno? – me preguntó Alison, mientras pasa la servilleta húmeda por la barra.
- No – suspiré. Ella me miró con interés, y luego se marchó a la cocina. Unos segundos después volvió, y me dijo.
- Ya tienes trabajo.
- ¿Cómo?
- Si quieres, puedes trabajar aquí de camarero – me informó.
- Pero…
- La paga no está mal, y te puedes beber lo que quieras… - se me acercó, y tapándose la boca, me dijo al oído - mientras Victor no se dé cuenta.
- Gracias por la posibilidad, pero… yo no tengo experiencia de esto, y…
- ¿No querías un trabajo? Pues ya está, yo ya te enseñaré todo lo necesario, tú sólo te tienes que poner tras la barra ¿qué te parece?
- Está bien, que coño… necesito un trabajo y no estoy en condiciones de renegar uno así por las buenas, y encima está cerca de casa. ¡Acepto! – le dije, animado.
- Muy bien, empiezas el lunes. Cuando veas a Victor infórmale, y ya te dirá él todo.
Así fue cómo mi amiga Alison me consiguió el trabajo de camarero en el bar. Ese mismo día, hacia las once de la noche, mientras me encontraba cenando con Katherine, en la cocina principal de la casa, y esperando a que la señora Felton – mi vecina- llegara, mi teléfono comenzó a vibrar.
Se trataba de mi amigo Lucas, debía tener un problema, pues nunca me llamaba. Hablamos durante un corto rato, en el qué me preguntó sobre mi situación, y tras mis contestaciones positivas y esperanzadas, me informó que al día siguiente me visitaría, excusándose, con qué libraba y no tenía nada que hacer. Pero estaba claro que tenía algo que contarme.
Colgué el teléfono móvil, y suspiré. Katherine me miró preocupada, y sólo con la mirada, me dejó claro qué se preocupaba por mí, pero que no se atrevía a hacerme ninguna pregunta por no parecer pesada y cansina. Así que, en un intento de parecer más social, le informé de la conversación, y ella se mostró complacida y feliz.
Terminamos de cenar a las tantas, o mejor dicho, de hablar. Pasábamos largos periodos de tiempo charlando, parecía que fuéramos amigos de toda la vida.
Me refugié entre las sábanas de mi cama, rodeado de cajas –aun qué menos de las que había desde mi llegada-. Tras subir a mi piso, y quitarme la ropa, abrí la ventana y me apoyé en el alféizar de la ventana. Hasta que noté el frío que resaltaba mi aliento.
Aquella noche soñé con mi madre. Fue un sueño extraño, me encontraba en medio de una habitación que apenas veía por totalidad. Yo era un bebé tendido en mi cuna, y a un metro de distancia de mí, en el suelo, yacía la caja que me había dejado mi madre en herencia. Pero lo que más me llamó la atención, fue, la luz celestial que emanaban tanto las llaves de mi nuevo piso, cómo el DVD, que ni siquiera me había molestado en reproducir. Y en medio de mi propio llanto, mi madre hacía acto de presencia, emocionada, agarraba la caja y de ella sacaba las llaves, con las que, a continuación, abría una puerta de madera antigua que no había estado hasta segundos antes en la habitación. Después, una luz cegadora, inundaba la estancia. Plagándome de diversas sensaciones.






















Capítulo.3

1

Andrew era un chico de dieciséis años, alto, y flacucho. Y desde hacía tres años, sabía que era gay. Muchas veces se acercó a su padre para confesarle lo que sentía. Pero siempre que le prestaba su atención (que eran muy pocas ocasiones) se salía por las ramas, sudoroso y temblando. ¿Cómo decirle a un padre que su hijo es gay?
En cambio, ha Andrew se le hizo mucho más fácil confesarles a sus dos mejores amigas su condición sexual. Ellas le aceptaron como era, sin prejuicios ni tapujos. Y le dieron la bienvenida al mundo de la libertad en el qué, por primera vez, se había adentrado. Y desde que puso un pie en dicho lugar, la idea de que tenía que confesarle a su padre lo que realmente sentía, se le pasaba constantemente por la cabeza. Pero lo peor para él, era que buscase cientos de formas y escenarios, pero que finalmente todos se hundían como el Titanic.
Por lo qué, la frustración cada día era mayor. Por ejemplo; una vez en clase, en medio de una clase de mates, se imaginó que se levantaba de su silla, y muy seriamente explicaba a todos sus compañeros sus sentimientos. A veces, esa escena acaba perfectamente con el aplauso de sus amigos, pero en otras, le abucheaban y se burlaban de él.
- Yo, si fuera tú, se lo diría sin más, es tu padre, así que ¿se lo tomará bien, no? – le respondió Dana.
- Eso lo dices por qué no conoces bien a mi padre – le aseguró él, negando con la cabeza, cabizbajo.
- ¿Y tú qué arias? – le preguntó Dana ha Healy.
- La vida es sufrimiento, así qué, mi consejo, si es qué no quieres que nadie te aparte cómo a las cucarachas, es qué te calles y cargues con el peso que te ha tocado llevar – le aconsejó, mientras chupaba su chupa-chups rojo.
- Ya, pero… - dudó Andrew, apenado, y con una sobre carga en el pecho que le dificultaba respirar.
- Pues yo no, no creo que la vida sea solo sufrimiento – dijo Juliet, introduciéndose por primera vez en la conversación y dirigiéndose a su amiga – yo creo que la vida a veces te da amor, y otras veces te toca otras cosas. Por lo que, si fuera tú – esta vez miraba a Andrew, al que conocía a la perfección – le diría lo que siento, y punto. Además, tienes novio, ¿cuánto tiempo crees que tardará tu padre en darse cuenta que al chico que llevas a casa para “estudiar” – dijo, haciendo un movimiento con los dedos – no es si no, tu novio con el qué te besuqueas cuando él se entretiene viendo un partido de fútbol? – Andrew, en lo más hondo de su ser ya lo sabía, pero el solo hecho de decírselo a su padre le provocaba escalofríos.
- Ya, sí tienes razón, pero… es qué le tengo miedo – se confesó – tengo miedo a cómo pudiera reaccionar. Él es capaz de encerrarme en mi cuarto por tiempo indefinido, y llamar al cura más cercano para que me salve del demonio – afirmó de tal manera que sus palabras eran frías cómo el hielo, se predecía que lo había pensado muchas veces.
- ¿Por qué no me contáis eso tan divertido de los que estáis hablando chicos? – les llamó la atención la profesora de matemáticas, la señora Edna Doyle. Todos se callaron de inmediato, y se giraron para mirar al frente. Pero ya era tarde, la profesora estaba cansada de las faltas de atención de todos ellos, así qué se les aproximó con seriedad y paso firme. Los miró a todos de uno en uno, por turnos, y cuando se volvió a girar para seguir con sus explicaciones en la pizarra, anunció – están todos castigados, los quiero aquí mañana, a las ocho de la mañana, van a aprender a prestar atención en clase cómo que me llamo Edna. Así qué tráiganse un cuaderno y un bolígrafo, escribirán – Prestaré atención en clase cómo me corresponde, y haré caso a la señorita en todo lo que me ordene – quinientas veces – les aclaró, y entonces, todos mascullaron improperios ininteligibles a los oídos de la profesora.
- ¿Han dicho algo? – preguntó, subida en una nube de autoridad.
- No – negaron todos al mismo tiempo.
- Me alegro

2

- ¿Entonces, qué has decidido hacer? – le preguntó Dennis a Andrew, mientras intentaban hacer los deberes.
- La verdad… no lo sé… es qué es muy difícil. Por un lado quiero confesárselo, y por otro, prefiero callarme para que no me coja asco.
- Yo, sabes, que sea cual sea la elección que escojas, te apoyaré. Encima, el estar aquí, en silencio, aparentando hacer los deberes mientras nos besamos… me da un morbo… - Dennis se acercó a Andrew, y tiró de su silla para tenerlo a solo unos centímetros, entonces, le miró con furor y le besó con pasión.
- Te quiero – le dijo.
- Y yo a ti – acto seguido, le empezó a besar en los labios, en el cuello…
- Dennis… por favor… que está mi padre en el salón…
- Da igual, eso aumenta el morbo de la situación – le confesó, quitándose la camiseta. Agarró a Andrew, y lo tiró sobre la cama junto con él. Y empezaron a desnudarse.
- ¿Apagamos la luz? – le preguntó Dennis.
- ¿No crees qué si mi padre ve que tenemos la luz apagada empezará a sospechar?
- Sí, tienes razón – y le quitó las zapatillas.
Y en medio del ruido… a puro grito, la puerta de la habitación de Andrew se abrió, los dos chicos, se sobresaltaron, y pegaron un salto fuera de la cama. Pero ya era tarde, Robin encendió la luz, y los pilló desnudos, y juntos. Entonces, su rostro pasó por diversos estados, primero, parecía estar normal, luego arrugó el entrecejo, y con voz enfadada preguntó:
- ¿¡Qué coño está pasando aquí!? – Dennis intentó buscar una explicación, pero no le dio tiempo, Robin estaba enloquecido, lleno de odio - ¿¡maricones en mi casa!? – exclamó.
- ¡Corre Dennis, sal por la ventana! – gritó Andrew, mientras su padre iba en busca de la escopeta.
- Te quiero – le dijo él, temeroso de la situación - ¿estarás bien? – le preguntó, mientras abría la ventana.
- Si, tranquilo, me parece que ha llegado la hora, se lo explicaré todo. Tú vete – asintió, y saltó al césped del jardín de atrás. Al caer, se tambaleó, pero por suerte, la noche cubría la ciudad, lo que le dio tiempo a coger la ropa que le había lanzado Andrew por la ventana y ponérsela mientras se iba corriendo a casa.
Tras ver cómo su novio se iba corriendo calle abajo, Andrew cerró la puerta con el pestillo y se dispuso a hacer su maleta, tenía que irse por el momento de casa, conocía perfectamente a su padre, y sabía que en el estado que se encontraba, era capaz de pegarle un tiro, o pegárselo así mismo. Cuando se disponía a cerrar la última cremallera de la maleta en la que había metido cuatro camisetas y un par de pantalones, su padre aporreaba la puerta, gritando como un loco.
- ¡Sal de ahí maricón, y demuestra que eres un hombre! – Robin estaba fuera de sí. Finalmente, Andrew cogió la maleta y con cuidado la tiró a los arbustos, y luego saltó él, justo en el mismo instante en el que el pestillo de la puerta de su cuarto cedía y caía al suelo, y la puerta golpeaba la pared. Cuando volvió la mirada hacia atrás, Andrew pudo ver a su padre apoyado en el alfeizar de la ventana, mirando cómo se marchaba corriendo. Y sin camiseta.

3
Andrew caminó hasta casa de su amiga Juliet, principalmente por qué era la que más cercana le quedaba, pero también por qué era su mejor amiga. Cuando ya estaba en el césped trasero de su casa, cogió su teléfono móvil y le escribió un mensaje, puesto que la idea de llamar a la puerta y que Roland, el padre de Juliet le abriera la puerta, le echaba para atrás.
Juliet recibió el mensaje apenas unos instantes después, ella estaba tumbada en la cama mirando el techo, pensando en las musarañas. Cuando el teléfono vibró, se levantó con torpeza y leyó el mensaje que le había llegado, que decía así:

>> Etoi d tra en tu jrdin, abeme la purta d tu casa, ahra te lo cunto tod<<

Evidentemente, Juliet se preocupó y bajó las escaleras a toda prisa. Salió al césped y miró a su alrededor.
- ¡Pss! – masculló Andrew, tras los arbustos.
- ¿Qué haces ahí? – se extrañó ella. Su amigo salió, y ella, al verle medio desnudo empezó a reírse a carcajadas.
- ¿Pero… qué haces así? – le preguntó entre risas.
- ¿Puedo entrar en tu casa?
- Sí, claro, pasa… - le contestó ella, señalándole la puerta que daba a la cocina.
Subieron hasta su cuarto, y Juliet cerró la puerta. Andrew abrió la maleta y se puso una camiseta y un pantalón.
- ¿Me puedes decir ya qué es lo qué te ha pasado? – le dijo, más seriamente.
- Mi padre nos ha pillado a mí y a Dennis desnudos en mi cuarto.
- ¿¡Qué!? – exclamó ella - ¿y cómo ha reaccionado?
- Pues… como esperaba, le he dicho a Dennis que se fuera por la ventana, y yo me he cogido un poco de ropa y también me he ido. Por cierto… ¿podría quedarme un par de días aquí hasta que se calme la situación? Es qué me da miedo ir a casa…
- Por supuesto, tú estate tranquilo, ya le pondré una excusa a mi padre.
- Gracias.
- ¿Pero seguro qué no te ha hecho nada? – le preguntó Juliet, aún asustada.
- No, no ha tenido tiempo, en cuanto se ha ido a por la escopeta…
- ¿¡La escopeta!? – gritó ella, abriendo la boca.
- ¿Sucede algo Juli? – le preguntó su padre desde el salón.
- No, papá – le contestó, sentándose en la cama.
- Bueno… da igual ya me lo contarás todo luego ¿quieres algo para cenar?
- No, graci… - el teléfono de Andrew sonó. Se trataba de Dennis, al ver que era él, le enseñó quién era a Juliet por qué lo miraba de forma rara. Y ambos sonrieron al mismo tiempo.
- Qué mono… - dijo él – fíjate, acabará de llegar a su casa y ya me está llamando… - pulsó la pantalla y contestó.
- Normal… - dijo Juliet para sus adentros.
- No, tranquilo, estoy bien, ahora me encuentro en el cuarto de Juliet. ¿Quieres decirle qué estoy bien? – le preguntó a ella, mostrándole el teléfono tras las insistencias de su novio. Ella lo agarró, y contestó.
- ¿Sí? Sí tranquilo, se encuentra bien, está aquí conmigo, no, no te preocupes, dormirá aquí, sí, en mi cuarto, vale, adiós – colgó y le devolvió el teléfono a Andrew – dice qué te quiere, y que mañana vendrá a verte.
- Ves… uf… es tan gentil…
- Me parece qué es lo mínimo que podría hacer en ésta situación, vamos… digo yo.
- ¡Cállate! Qué poco romántica eres…
- ¿Quieres ver alguna película? – le preguntó ella.
- ¿Ha salido ya el nuevo capítulo de The Vampire Diaries?
- Sí ¿no lo has visto?
- No, ¿por qué? – le preguntó, confuso.
- Por qué es el mejor de la temporada…
- ¿¡Qué!? Corre, ponlo, que quiero verlo ahora mismo, sabes que me encanta Stefan…
- ¡Va! Damon es el mejor, no hay ni comparación.
- ¡No mientas! Stefan es más romántico y mejor persona.
- ¡Já! – exclamó ella mientras encendía el ordenador – Damon es el mejor, y punto.
Finalmente, Andrew se quedó a dormir por esa noche en casa de Juliet, y al día siguiente Dennis fue a visitarle.




Oscuridad

1

En un estrecho sendero, sumergido en la más pura oscuridad, se citaron dos personas. A pocos metros el uno del otro, se miraron mutuamente, bajo sus capuchas negras que los mantenía en el anonimato. La luna reinaba en el cielo, y bañaba las calles de la ciudad de color plateado. La temperatura había descendido gradualmente desde la tarde, y el frío se hacía notar. Mientras las estrellas adornaban el firmamento. Uno de los dos hombres, se dispuso a hablar:
- ¿Lo has encontrado? – le preguntó, impaciente.
- Si – asintió el otro individuo. Y sacó una foto de su pantalón. Se la tendió al otro hombre, y éste la miró con detenimiento.
Es él – afirmó – bien hecho, ya sabes lo que tienes que hacer – dijo, le devolvió la foto, y tapándose mejor el rostro con la capucha, se marchó en silencio. Mientras el eco del sonido de sus zapatos golpeando el suelo resonaba en el sendero.


El hombre encapuchado, recorrió gran parte de la ciudad, hasta llegar a las afueras. El bosque le daba la bienvenida con el silbido que provocaba el viento corriendo entre los árboles. Una casa situada a pocos metros era su objetivo, mejor dicho un hombre que vivía en ella. Se trataba de un chico de veintiséis años, moreno, y fibroso. Según se había documentado el hombre encapuchado, en aquella casa vivían tres personas, el hombre al que buscaba, su novia de la actualidad, y el hijo que habían tenido en común.
El hombre, se acercó a la casa por el jardín trasero, y abrió la puerta que comunicaba con el salón. Cuando hubo entrado, entendió que todos dormían. Si todo salía bien, él se llevaría al hombre sin problemas, y su novia y el hijo de ésta no se darían cuenta.
Subió por las escaleras con sumo cuidado, y se sacó un trapo que más tarde untaría en Diazepam, una sustancia que servía para invitar a la relajación – o mejor dicho para dormir a una persona-.
En cuestión de segundos llegó a la habitación correcta, y se aproximó al hombre que dormía plácidamente. Pero no salió la cosa cómo el encapuchado esperaba. El hombre al que ya había puesto el trapo mojado sobre la nariz, se despertó y lo empujo. Y éste cayó al suelo, después se levantó con la espalda dolorida, y sacó un cuchillo que escondía en el pantalón. Para cuando los dos se peleaban, la novia con salió de la habitación, gritando. Pero el hombre encapuchado no podía permitir eso, así qué había sellado la puerta con una magia ancestral. Ergo tanto el niño atemorizado y su madre alterada y nerviosa, comprobaron uno a uno que la casa entera estaba bajo un hechizo.
Aunque todo fue más complicado de lo que esperaba, el hombre encapuchado pudo golpearle al otro en la cara y dejarlo inconsciente, y después dormirlo para su seguridad. Pero tenía un dilema, tenía que irse con el cuerpo, pero… ¿qué haría con los otros dos humanos que lo habían visto? No le quedaba otra opción, sacó de nuevo su cuchillo y rebanó la garganta de la mujer de una sola vez. Y después, se encargó del niño que lo miraba aterrado, acurrucado en el suelo de la cocina.
Esto me gusta tan poco cómo a ti, pero si mi señor se entera de que he dejado un testigo vivo… me mataría, y… ¿no crees qué es mejor que mueras tú a yo…? Qué pena, adiós – el hombre encapuchado alzó el cuchillo y cortó el cuello del joven en dos. Al igual que con la madre. Finalmente quitó el sello de la casa y se fue por donde había vuelto, pero esta vez, volando. Se arrancó la camiseta y extendió sus alas, y en cuestión de segundos, sobrevolaba la ciudad.
2

El ángel caído descendió a una velocidad vertiginosa hacia el suelo. La brisa que provocó, movió las copas de los árboles más cercanos. Miró al cielo, y sus alas desaparecieron en medio de un humo de color negro, que pintó por un momento el jardín en el que se encontraba. Ahora parecía un simple humano sin camiseta, y con la capucha de ésta aún sobre la cabeza. Así es, era un humano que a escondidas de la sociedad, raptaba a gente y se la llevaba a un hombre que lo había contratado. Arrastró el cuerpo del hombre hasta un garaje situado en la parte trasera de un edificio.
En el interior, todo estaba sumergido en la más absoluta oscuridad. Lo único que alumbraba un poco en medio de aquel lugar, era la luz de la luna que se adentraba por los ventiladores situados en un lado del garaje a más de cuatro metros de altura. El ángel caído colocó al hombre en una silla, y lo ató de pies y manos. Y poco después, el eco de unos pasos se acercaron por la oscuridad.
- Veo que lo has atrapado – dijo el hombre encapuchado – muy bien hecho X ¿no te importa qué te llame así, no?
- No, mi señor, puede llamarme cómo se le antoje.
- Muy bien. ¿Qué tal ha ido todo? – preguntó, rondando a la víctima, con la mirada fija en su dormido cuerpo.
- Bueno… por lo general… ha ido bien… pero…
- ¿¡Pero!? – le interrumpió el encapuchado - ¿es qué ha habido algún problema?
- No, bueno… señor, me adentré en la casa del ángel sin despertar a nadie, pero cuando intenté dormirle profundamente, se despertó, y nuestra pelea despertó a su novia, y ésta se fue a por el hijo – X se paró, y tragó saliva, la cara de su amo era todo un poema – pero tranquilícese, mi señor, cuando entré en la casa puse un sello, y la mujer y el hijo no pudieron escapar, pero claro… cómo era obvio que no podía dejarlos con vida sin que recordaran lo sucedido, me vi obligado a matarlos.
- Tranquilo, mi joven pupilo. ¿Entonces nadie te vio?
- Aparte de…
- Sí, aparte de la mujer y el hijo – asintió el encapuchado.
- No, mi señor.
- ¿Y estás seguro de que los mataste a los dos?
- Sí, mi señor, estoy más que seguro, ellos dos no volverán a ver amanecer.
- Me alegro. Ahora, despierta a nuestro invitado, voy a proceder a hacer lo estipulado.
- Cómo usted diga, mi amo – entonces, X golpeó al hombre en el rostro con un puñetazo, y éste despertó, e inmediatamente escupió la sangre que le había provocado el golpe.
- Hijo de puta – exclamó el hombre, intentando liberarse de las cuerdas.
- Oh, no, no, no – negó el encapuchado tanto con el dedo índice como con la cabeza – ahora, vas a estar calladito, y por fin tendrás la ocasión de servir de algo a este mundo.
- No sois más qué unos hijos de puta – inmediatamente el ángel caído golpeó bruscamente al hombre. Y éste volvió a escupir más sangre.
- Tranquilo mi joven pupilo. No es más que un ángel sin modales.
- ¿Ángel? – repitió el hombre, confuso.
- Sí, ángel – afirmó el encapuchado – no intentes negarlo, sabemos perfectamente lo que eres.
- ¿A sí, entonces sabrás lo qué puedo hacer? – el hombre sonrió por primera vez, como si fuera a hacer algo, pero cuando se percató de que no sucedía nada, la sonrisa desapareció de sus labios.
- Tranquilo, que mientras tengas estas cuerdas a tu alrededor, lo máximo que podrás hacer es respirar – le informó el encapuchado. Se acercó a él, y recorrió su cuerpo con la yema de su dedo índice. Sonriente. Y acto seguido, le arrancó la camiseta. Miró a su pupilo, y éste se marchó sin decir nada.
- Ahora verás lo qué les hacemos a los que son cómo tú. Vas a servir para ascenderme de nivel – segundos después el pupilo ya había vuelto, y llevaba una daga en su mano. Y con una reverencia se la tendió a su maestro. El encapuchado agarró la daga, bajo la mirada del joven hombre que los miraba con repulsión.
- Tranquilo, apenas sentirás un cosquilleo – le afirmó el encapuchado al hombre entre carcajadas. Y se dispuso a dibujar un círculo en el torso del hombre con la daga. La sangre brotaba de la herida, y él gritaba de dolor. Tras terminar de dibujar el círculo. El encapuchado situó una de sus manos en el torso ensangrentado del hombre. Y acto seguido pronunció unas palabras ininteligibles. Y la línea del círculo comenzó a emanar una luz lila muy brillante que alumbró el garaje por totalidad. Mientras el encapuchado seguía pronunciando aquel discurso de palabras raras, el ángel se elevó en el aire cómo si flotara en él. Y a su vez, la luz lila se iba haciendo más potente. De repente, cuando el encapuchado terminó su discurso, la luz lila dibujó un trayecto en el aire, hasta llegar a él, y cómo si le estuvieran recargando las pilas, el hombre sonrió y gritó. Tras unos segundos de dolor y terror, el ángel cayó sobre la silla de madera y la rompió. Su cuerpo yacía sobre el frío suelo del garaje, sin vida. Y ahora su poder lo poseía el hombre encapuchado. Finalmente, X se arrodilló a los pies de su amo y le besó los zapatos, con todo tipo de elogios. Ya estaba, acababan de matar a un ángel más, ya les quedaban menos. ¿Quién sería el próximo?










Naomi Misora


Naomi misora, había tenido una infancia terrible. Tuvo que aceptar los malos tratos de su padre durante más de ocho años. Aguantó sola el sufrimiento, por qué no tenía el hombro de una madre en el que poder llorar. Y encima carecía de amistades. El tiempo transcurrió, y por fin, pudo irse de casa. Sin dinero, y con muy poco equipaje. Pero tras mucho sufrimiento, encontró una luz en el camino.
Raye Pember, no destacaba en nada, pero era un hombre honesto, sincero, y pizpireto. Él no poseía mucho dinero, ni era el más guapo que te pudieras encontrar por la calle, pero con tan solo una cita, Naomi se enamoró de él. Sí, fue un flechazo.
Y tras una segunda cita, en la misma semana. Ella se le declaró. Misora había aprendido las lecciones que le había impartido la vida. Y no estaba dispuesta a dejar pasar el mayor amor de su vida. Y arrodillada en el suelo de un restaurante a las afueras de la ciudad, en un día en el que el frío calaba hasta los huesos. Consiguió un sí.
En los siguientes dos años, tenía un hombre en el qué podía confiar, en el que se podía apoyar. Y esos veinticuatro meses de su vida, llenos de felicidad, llegaron a su curva final.
Todo transcurrió un veintitrés de Enero, tanto Naomi, cómo Raye, se encontraban en una casa que se compraron, y que pagarían al banco durante el resto de sus vidas. Acababan de volver de un supermercado, en el que adquirieron un butacón que adornara el grandísimo salón que poseían. Agotados, se acostaron dejando sus qué aceres a medias. Y se durmieron plácidamente.
Pero el destino, pondría una última piedra en el camino de Misora, un bache que no podría superar, el Jaque-mate que la dejaría fuera de la partida, o mejor dicho, fuera de su vida.
Naomi se despertó hacia las tres de la madrugada, se le habían enfriado los brazos drásticamente, los cuales solía tener fuera de las sábanas. Salió de la cama, y al volver la vista, se percató de que su marido no estaba durmiendo cómo esperaba. Entonces, elevó la mirada, y vio que la ventana estaba abierta. Pero no recordaba haberla dejado de ese modo. Se extrañó. ¿La habría abierto Raye? Podría ser, pero…
Naomi comenzó a llamar a su esposo, pero éste no respondía. Bajó las escaleras, hasta alcanzar el primer piso, y en ese mismo instante. Una figura, sumida en la oscuridad, de largas alas, agarraba a su marido, mientras bebía de su sangre. ¿Un vampiro? No, un vampiro no tiene alas ¿qué podía ser?
Misora se quedó sin aliento, pero ni se inmutó, el miedo le había comprimido todos los órganos del cuerpo. Y parecía más bien una estatua. Pero en un descuido, cuando intentaba agarrar su pistola de la chaqueta que había dejado colgando en el perchero. El crujido del suelo, alertó al monstruo que poseía a su marido entre los brazos. Lo único de lo que Misora estaba segura, era de que fuese lo que fuese el monstruo que agarraba a Raye, era de sexo masculino, ya que podía ver perfectamente la luz de la farola de la calle reflejada en su pecho.
El monstruo, dejó caer el cuerpo del fallecido Raye Pember sobre el suelo de madera, manchándolo con su sangre. Entonces, la figura se relamió los labios, y agitó sus alas, volando hasta Misora.
Y en el último instante, su mano, sudada, agarró la pistola, y con ella, apuntó hacia su objetivo, y entonces, apretó el gatillo, una, dos, y hasta tres veces. La primera bala dio de lleno en el cuello del monstruo, la segunda, falló e impactó en la pared, cerca del marco de la puerta entre abierta. Pero el tercer disparo si le dio, justo en el centro del pecho. A continuación, la figura demoníaca emitió un grito agudo, dolorido, y sangrando a chorros, se giró y salió volando fuera de la casa. Y se perdió en el cielo.
Los dos siguientes días, decenas de policías investigarían la muerte de Raye Pember. Y todos ellos, tomarían de estúpidas las declaraciones de Naomi Misora. Poco después se le empezó a considerar la principal sospechosa. Pero enseguida tuvieron que retratarse, pues a su marido le habían mordido en el cuello, y la huella de los dientes no se correspondía con los de ella.
2
El tiempo transcurrió, pero Naomi no podía olvidar. ¿Quién le iba a devolver a su marido? El asesino debía morir. Y sin la ayuda de nadie, y en el más absoluto silencio, comenzó su andadura hacía, lo que ella consideraba, justicia.
Pero por mucho que lo intentara, no encontraba nada. Ninguna pista, nada. Entonces lo supo, ella era la elegida, ella y sólo ella, acabaría con la maldad habida en la tierra.
Lo que Naomi no sabía es que habría muchos más baches para ella en el camino, y aunque ella considerara estar haciendo el bien, el cual nadie más se atrevía a hacer, las cosas no le saldrían simplemente por las buenas.
Habían transcurrido dos meses y una semana desde que su marido fuera asesinado a sangre fría. Era de noche, pero no quedaban estrellas en el cielo, éste, yacía vacío en la más absoluta oscuridad. Naomi se dirigía de vuelta a casa. Montada en el tren, cabizbaja, con los auriculares del mp4 a todo potencia. El sonido llegaba a las personas más cercanas a ella, y les adhería el pegajoso ritmo de las canciones que escuchaba. A tan solo cuatro paradas de su bajada, y con los congelados que había comprado en proceso de descongelación, seis de las ocho personas que estaban en el vagón bajaron, cada una a sus cosas. Y sólo quedaron tres, ella, un joven que rondaría los dieciocho años, y otro hombre de treinta tantos. Y en el mismo momento en el que el tren se disponía a arrancar, otros dos hombres (más bien chavales) se subieron.
La diversión comenzaría a los pocos minutos, tras dos paradas más. La misma gente yacía en el vagón. Y en uno de esos segundos de absoluto silencio comenzó todo. Uno de los dos chavales que se habían subido al tren, se levantó, y se aproximó al otro joven, que escuchaba música.
- ¡Eh, mira Simón, tiene el último iPhone! – llamó la atención del joven tocándole en el hombro, y él alzó la vista. Asustado.
- Es el nuevo iPhone ¿no? – le preguntó el otro, alto, de cabello rubio largo, y vestido con un pantalón muy ancho, y una camiseta gigantesca que le llegaba hasta las rodillas.
- ¡Eh, contesta! – le gritó el más bajito. Se abalanzó rápidamente sobre él, y le agarró por el cuello de la chaqueta, lo levantó de un empujón, y cerró la mano en un puño, mostrándosela, amenazador.
- ¡Te ha dicho que contestes!
- S… sí – dijo finalmente el joven, acongojado.
- ¿Sí qué? – masculló el bajito.
- Qué sí, sí es el nuevo iPhone.
- Muy bien, pues déjamelo – se lo arrebató de las manos, arrancándole los auriculares de las orejas.
- ¡Qué chulo tío, sí que mola! – gritó el alto. Emocionado. Tanto Naomi como el hombre de treinta tantos años contemplaban la escena sin inmutarse.
- Por favor, cuidado, es nuevo… y – Simón, el rubio, lo golpeó fuertemente, provocando que el joven, cayera en el asiento, sangrando por el labio.
- Por favor… por favor… es un regalo… - el muchacho suplicaba. Aterrorizado. La sangre le caía por la barbilla, ensuciando su camiseta blanca. El ambiente era tenso, y oscuro. El hombre de treinta tantos temía por su integridad física, quería bajar de allí en la próxima parada, pero no llegaba, y se le estaba haciendo interminable el viaje.
Mientras tanto, Misora contemplaba la escena, no movía ni un solo músculo, después de lo que había vivido un par de meses atrás, nada la asustaba, y menos un par de mocosos.
Y por fin, el tren alcanzaba su siguiente destino.
- Vete de aquí gilipollas – le dijo el rubio al joven, que se resbaló del asiento y aterrizó en el suelo.
Las puertas por fin se abrieron, y el chaval salió disparado, mientras los otros dos se reían a carcajadas, manejando el iPhone entre sus manos. El siguiente en abandonar el vagón fue el hombre de treinta tantos, en el cual los chavales ya se estaban fijando, interesados.
Misora seguía a lo suyo, escuchando la música de su mp4. Pero los chavales ya se sentían atraídos por su presencia.
- Mira ésa – le dijo el bajito al rubio.
- Está buena – añadió el otro.
Se le acercaron.
- ¿Eh buenorra, quieres mamármela? – gritó el rubio, y comenzaron a reírse.
Misora alzó la mirada y la posó en los ojos de ambos, fijamente, no les temía, y no tenía que pronunciar ni una palabra para comunicárselo.
- ¡Eh tía, no te atrevas a mirarnos de ése modo! – gritó el bajito.
Le puso una mano en la cara. Y ella se la quitó con violencia. Cómo cuando quieres matar a una mosca.
- Hija de puta – masculló el bajito. Y se sacó una navaja del bolsillo, se la acercó a la garganta, pinchándola con el filo de ésta.
- Venga, puta, ¡chúpamela! – dijo, tocándose por encima del pantalón, su amigo rió. Ni que fuera gracioso. Acto seguido, el bajito, se quitó el pantalón, sin apartar el filo de la navaja de la garganta de Misora. Sacó su pene, y lo agarró con fuerza, dio un paso.
- ¡Chupa puta! – gritó.
El alto, posó su gran mano en la cabeza de Naomi, y la empujó hacia delante para que complaciera a su amigo.
- ¡Chupa!
- Niñatos… - susurró Misora. Sacó la pistola que guardaba, y apuntó al muchacho con los pantalones bajados.
- ¡Puta! – gruñó el bajito.
Y entonces, Misora, disparó. La primera bala atravesó la frente del bajito, e impactó en el cristal que había detrás de él. El otro muchacho, se quedó en blanco, intentó escapar, se giró, pero Naomi no tenía compasión con gente como esa, y volvió a apretar el gatillo.
Cuando llegó su parada, Misora abandonó el vagón, amarrando las bolsas con los congelados en proceso de descongelación, y dejando los dos cuerpos de los jóvenes, cuya sangre manchaba el suelo. Ella se alejó por su camino, cómo si no hubiera ocurrido nada, limpió su pistola a escondidas, y la guardó debajo de la almohada cuanto llegó a casa. Mientras, en su mente, no dejaba de repetirse la misma escena, cuando el cuerpo del primer joven al que había disparado caía al suelo, y el segundo intentaba escapar, y ella volvía a apretar el gatillo. Pero no tenía ningún remordimiento, acababa de matar a dos escorias que seguramente se hubieran convertido en asesinos posteriormente.

3

El asesinato se anunciaba en todos los noticiarios, lo anunciaban de ésta forma: Asesino mata a dos pobres chavales.
<> repitió Misora en su cabeza, con tono burlón. Si hubieran sido ellos quienes contemplaran por lo que ella había pasado… No tenían ni idea.
La policía estaba metida de lleno en el caso, pero no encontraban ninguna pista. Nada podía llevarlos hasta Naomi Misora.
Ella pasaba las horas en su casa, con el helado de chocolate en una mano, y en la otra una gran cuchara metálica. Vestía su pijama rosa con ositos estampados. El mismo pijama que había llevado la noche de bodas, hasta que llegó el momento cumbre del día.
El timbre sonó en el piso inferior del chalet, y mientras el eco languidecía en las habitaciones, Misora descendió perezosa por la escalinata de mármol blanco.
Tras un segundo sonido, alcanzó la puerta y la abrió. Molesta.
- Hola – la saludó Joey.
- ¿Qué haces tú aquí? – le preguntó ella, mientras lo perseguía con la mirada, y contemplaba cómo se adentraba en su casa, y se desplazaba por ella con tanta naturalidad.
- ¿Qué pasa, qué no puedo visitarte de vez en cuando? – el policía cogió una cerveza y la medio vació de un solo trago.
Naomi seguía parada con la puerta abierta, y con el pomo aún en la mano.
- ¿No te alegras de verme? – preguntó el policía. Joey, era un hombre divorciado, pesado, pero amable y cariñoso. Había sido el primer novio de Misora.
- ¿Acaso no trabajas? – opinó Naomi, subiendo de nuevo por la escalinata, reluciente.
- ¿Trabajar? – se extrañó el policía – pero si es sábado.
Naomi se dio la vuelta.
- ¿Es sábado? – se preguntó a sí misma. Confusa y dubitativa.
- Se me pasa el tiempo volando – confesó.
- Pues no sabría decirte si le encuentro algo positivo a eso – añadió el policía.
Joey tenía una estatura mediana, más o menos rondaba el metro setenta, y apenas le sacaba una cabeza a Naomi – si ella no llevaba tacones-. El policía, poseía una gran barriga cervecera que se había aposentado con los años en su cuerpo, y que parecía no tener pensado abandonarlo. Tenía el pelo rapado al uno, y casi siempre vestía de negro, y si no era del color ya nombrado, lo hacía con colores oscuros. Pero nunca se ponía, claros, o brillantes. Él no.
Y cómo él solía decir, los colores son para los que saben llevarlos, y para las mujeres en general.
Sí, Joey estaba ciertamente chapado a la antigua.
- Lo que hay que ver – opinó Joey, al oír la noticia del día.
Misora se giró bruscamente.
- ¿Realmente te lo crees? – le preguntó.
- ¿El qué, que esos pobres chicos han sido asesinados a sangre fría? – añadió el policía.
- No, que realmente ellos no merecieran eso.
- ¡Por dios Naomi! ¡son sólo dos chicos de entre veinte y veintitrés años, tenían toda la vida por delante! ¿¡Cómo van a merecer ser asesinados de esa forma!? En serio, ni el peor de los asesinos tendría que pasar por esto.
- ¡Ah, entonces, según tú, el asesino de Raye, sólo tiene que vivir encerrado en una cárcel, mientras le dan de comer, y vive como si fuera normal! ¡Y encima vete tú a saber cuántos años le caerían por ello!
- Misora, recapacita, eran tan solo jóvenes con toda la vida por delante ¡y encima ellos no han matado a nadie!
Ambos se miraron en silencio. Repasando la conversación. Los dos eran muy tozudos y cabezones, y ninguno le daría la razón al otro.
- Está bien, pues ya te puedes largar de mi casa – le indicó Misora. – no quiero a gente como tú aquí.
- ¡Misora, pero qué coño te pasa! Tan solo he dicho que nadie se merece una muerte así.
Naomi, indignada, y con lágrimas en los ojos que le nublaban la vista, de acercó a su amigo, y antes de correr al cuarto de baño a llorar a pierna suelta le dijo unas últimas palabras al policía.
- Raye, tampoco se merecía ésa muerte.
- ¡Misora! – llamó el policía.
- ¡No, vete, fuera de mi casa, déjame en paz!
Joey dejó la cerveza suavemente en la mesa de cristal. Bajó los pies de ésta, y se encaminó hacia la escalinata de mármol.
Suspiró, mientras subía un escalón tras otro.
Desde allí escuchaba llorar a su amiga. Persiguió el sonido, hasta dar con su paradero.
Joey, tocó la puerta del baño con los nudillos un par de veces.
- Naomi, por favor…
- ¡Qué te vayas he dicho, déjame tranquila!
- Por favor, Misora, lo siento. Lo siento de verdad, es verdad que Raye no merecía dejar este mundo de una forma tan violenta. Pero por favor, ábreme la puerta. Hagamos las paces.
Joey agarró el pomo de la puerta y con un giro de muñeca, consiguió que se abriera.
Dio un par de pasos hasta Naomi, la cual yacía en el suelo, tirada de mala manera, acurrucada en una esquina, llorando, con la frente apoyada en las rodillas, y el rímel corrido.
Joey se sentó junto a ella, y la abrazó fuertemente.
- Te quiero. – le dijo al oído, apretándola contra su pecho - ¿lo sabes verdad?
Hubo un pequeño silencio.
- ¿Sabes qué te quiero, no? – insistió el policía.
Misora simplemente se limitó a asentir con la cabeza.

4

La noche cayó, el cielo se mostraba negro, y sin estrellas, que parecían haberse resbalado él.
Joey O´neal, recorría la carretera montado en su auto de dos plazas. Con la mirada fija en el auto que tenía justo delante. Acababa de dejar a Naomi Misora acostada en su cama. Y había recibido un mensaje de su colega Ross. Agarró el teléfono móvil y leyó el mensaje. Decía así.
<>
Será estúpido, podrías llamarme directamente y dejarte de tonterías, pensó el policía.
- ¿Qué coño quieres? – preguntó, al responder a la llamada.
- Tranquilo, oye, cálmate.
- Dime ¿qué tienes que contarme?
- Sí, bueno, tengo nueva información sobre lo ocurrido en el vagón del tren, ya sabes, el asesinato.
- Bien. – esperó unos segundos, esperando que su amigo siguiera, pero el silencio no dejó espacio. - ¿No me lo ibas a contar? – exclamó el policía, estresado.
- Mira, es mejor que te vea en persona. Es imposible hablar contigo por teléfono, y menos cuando estás enfadado por algo. ¿Dónde te encuentras?
- Camino de casa ¿por qué?
- Vale, te visitaré dentro de un rato, y llevaré la información que me han dado. Tú solo espera.
- Un momento… - pero ya era tarde, la línea pitaba, había colgado.




















Capítulo.4


1

Quedaban pocos días para adentrarnos en el nuevo año, tras el sueño tan raro que había tenido. Decidí reproducir el DVD que me había dejado mi madre en herencia. Tenía curiosidad de saber qué era lo que contenía.
Saqué el reproductor de uno de las cajas esparcidas por el salón, y lo conecté al televisor. A continuación, introducí el DVD, pero… ¿Cuál fue mi sorpresa? Que el DVD no funcionaba. Por lo que, decidí llevarlo a una tienda que tratase de tecnología, y en la que me pudieran dar una explicación de lo que le pasaba a mi DVD.
Después de media hora en espera, me atendieron.
- ¿Qué desea? – me preguntó un hombre bajito, situado justo en frente mío.
Suspiré, con los pies cansados.
- Hola, me gustaría saber qué es los qué le sucede a mi DVD.
Y con un ademán, esperó a que se lo entregara.
- A simple vista, no puedo comunicarle nada en especial. Tendría que dejarlo aquí, y cuando tuviésemos más información le llamaremos.
Asentí con la cabeza.
- De acuerdo.
- Necesitaremos su teléfono móvil.
- Sí, por supuesto.
Me dejó un papel y un bolígrafo para apuntar mi número.
- Gracias – me dijo en una sonrisa – si todo va bien, mañana recibirá noticias nuestras.
- Adiós – me despedí, mientras salía de la tienda.
Miré mi reloj, y apuré el paso, llegaba tarde al trabajo.
Llegué al bar en cinco minutos, pero Victor ya me esperaba, detrás de la barra, y con el rostro torcido.
- Siento llegar tarde – me disculpé, agachando la cabeza, y fijando la mirada en el suelo.
- No es qué quiera ser mandón, pero ya que es tu primer día, lo menos que podías hacer era llegar puntual.
- Sí, tienes razón, pero es qué he ido a la tienda de informática y me han tenido en espera.
Victor me miró, y relajó la mandíbula. Le había convencido.
- Está bien, por ésta te la paso, pero si vuelve a suceder, no habrá excusa que te salve. ¿Entendido?
Asentí.
- Sí.


La mañana transcurrió, y cuando llegaron las doce del mediodía, la espalda me dolía. Desde pequeño, tenía la tercera vértebra un poco desviada, por lo que al coger mucho peso, o agacharme de mala manera, e incluso, el fregar los platos, me provocaba un intenso dolor, que sólo pasaba si me sentaba.
- Hola Ian – una voz masculina me saludó.
Giré el cuello, y vi a Caín.
- Hola. ¿Qué haces por aquí? – le pregunté. Caín era un hombre de veintitrés años, con negocio propio, y una gigantesca riqueza familiar. Era muy alto, mediría uno noventa más o menos, y también era apuesto. Su cara cuadrada, tez pálida, y ojos azules cómo el mar, lo debían de hacer irresistible para las mujeres.
Se me acercó, y se sentó junto a mí, en la barra.
- Venía a verte. Ayer, Victor me chivó que hoy empezarías a trabajar aquí.
- ¿Y?
- Pues, que quería invitarte a una fiesta que tengo organizada hoy hacia las once de la noche. Es el cumpleaños de una pija de estas de familia rica.
Algo así como tú – pensé.
- ¿Y yo qué pinto ahí?
- Venga, no seas tan soso, que no me gustaría ir a una fiesta en el qué la inmensa mayoría de la gente que hay son mujeres, y hombres afeminados con los qué no tengo nada de qué hablar.
Arrugó el entrecejo, mirándome a los ojos.
- Lo siento – le dije – agachando la mirada – no tengo cuerpo para fiestas, y encima hoy viene mi amigo Lucas.
Hubo un breve silencio.
- Bueno, da igual, pero si cambias de opinión, sólo llámame para saber que acudirás, y si quieres, tu amigo Lucas también puede venir. Adiós.
Se despidió con la mano, mientras salía del bar y contestaba a una llamada telefónica. Después lo vi marchar, corriendo, entre la gente. Apurado.

2

<< Cuéntame al oído, muy despacio y muy bajito, porque tiene tanta luz este día tan sombrío… >>
Me encontraba sentado en la mesa más alejada del bar. Descansando, mientras Amaia me cantaba al oído. Echaba de menos a la antigua Oreja de Van Gogh. Cada vez que volvía a escuchar temas cómo soñaré, Paris, o 20 de Enero, el pasado me reclamaba, enseñándome imágenes y momentos que creía haber olvidado. El sonido de mi Ipod me taponaba los oídos, alejándome de la realidad.
En ése momento, no veía más qué a personas ocupadas, estresadas o enamoradas corriendo de un lado a otro. Y en medio de tanta gente que pululaba por allí, mi amigo Lucas apareció ante el bar, tras cruzar la carretera. Me saludó. Entró en el bar, y la campanilla que colgaba del techo nos lo anunció a todos los que estábamos dentro. Dejó el paraguas goteando sobre un improvisado paragüero que había hecho Victor con una cazuela dorada antigua.
- Hola – me dijo, agitándose el cabello, lo tenía enredado y mojado.
Sonreí.
- ¿Qué tal estás? – le pregunté.
- Bien, no me quejo.
- ¿Acaso tendrías alguna razón por la que hacerlo? – dije en tono irónico, volviendo a tensar mis labios en una sonrisa.
Me lanzó una mirada –asesina-.
Ya qué me encontraba en pleno descanso, y sin haber comido, le propuse que cenáramos ahí mismo.
- De acuerdo – asintió, sin cambio de expresión. Algo le pasaba, y sabía que tarde o temprano me lo contaría.
De primero cenamos caldo de pollo, para calentar los estómagos, y quemarnos la lengua. La lluvia golpeaba fuertemente las ventanas y el pavimento, haciendo de fondo.
De segundo, pedimos unos buenos filetes con patatas fritas. Y para bajar todo, pedimos un par de Coca-colas.
- ¿Estaba bueno? – nos preguntó Alison. Sonriente.
Ambos asentimos con la cabeza, tragando las últimas patatas que nos quedaban.
- Me alegro. ¿No me presentas? – me dijo, mirándome de reojo, e intentando mostrar su mejor sonrisa.
- Ah, sí, perdonad – tragué, y proseguí – Alison, él es Lucas, mi amigo. Lucas, ella es Alison.
- Encantada – le dijo la joven camarera, y se dieron dos besos - ¿oye, y yo no soy tu amiga? – me recriminó.
- Claro que sí… – le di la razón cómo a los locos. Era un poco rarita en esos aspectos.
- ¿Te estás burlando de mí?
- No… que va.
- ¿Me estás tomando el pelo?
- Que no…
- Oye, no me estarás dando la razón cómo a los locos.
- Así es – asentí, e inmediatamente me golpeó en plan broma en el hombro.
- ¡Serás tonto!
- Sí que lo es – afirmó Lucas entre carcajadas.
- Qué gracioso – dije.
- Bueno, ha sido todo un privilegio conocerte, Lucas, pero tengo que volver al trabajo.
Se despidió.
- Es muy maja – me dijo Lucas al oído.
- Sí, la verdad. Siempre me saca una sonrisa.
- Sal con ella.
- ¿Qué? – exclamé. – no pegamos.
- ¿Tú crees?
- ¡Cállate!
Tras unas cuantas risas, Lucas se puso serio. Ya estaba, ya había encontrado el momento de contarme lo que le sucedía.
- Tengo que decirte algo muy importante.
Hubo una pausa breve en la que la sirena de la ambulancia que cruzó la calle a toda velocidad inundó la estancia.
- Dime.
- No es fácil de contar.
Hizo una mueca de dificultad, y se arrascó la nuca, cómo si le picara.
- Estoy saliendo con una persona desde hace una semana – su voz era casi ronca, y se iba apagando a medida que pronunciaba las palabras.
Dudó, y siguió.
- Se trata de una persona que tú conoces…
- ¿A qué viene tanta tensión, tío?
- Vale, espera, te lo voy a decir de un tirón, pero por favor, deja que te lo explique – movía exageradamente las manos, parecía intentar explicar algo que le superaba.
Hubo otra breve pausa.
- Estoy saliendo con Anna.
En ése momento, todo a mi alrededor se apagó, las voces desaparecieron, al mismo tiempo que las personar e incluso el olor. Tras un segundo sin respirar, una muchedumbre de sentimientos se amontonó en mi garganta. Apreté la mandíbula, y me levanté, no sabía muy bien lo que hacía, tenía el sentido nublado. A continuación, apreté el puño y golpeé a Lucas en la cara. Él, cayó inconsciente al suelo, y todos a mí alrededor gritaron.
Alison apareció tras la barra, e inmediatamente se llevó las manos a la boca. No recuerdo mucho más, puesto que salí de allí sin mirar atrás, y haciendo caso omiso a las voces que me llamaban. Estaba enfurecido, lleno de ira, y no quería pagarlo con nadie más.
Dejé que la lluvia me empapara, y volví a casa, subí las escaleras de dos en dos y me metí en la ducha, con el agua ardiendo y a toda presión.
La ducha no me sirvió de mucho, pero al menos dejé de tener ganas de bajar y pegarle una paliza a Lucas, ése cabrón se había liado con mi ex, aun sabiendo que en aquel entonces seguía sintiendo algo por ella.
Salí del baño con una toalla atada a la cintura. Mojando el parqué a cada paso que daba. Pero en ése momento no había nada que me importase.
Dieron las once, y cogí el teléfono. Necesitaba alejarme de la realidad durante el mayor tiempo posible, y sólo se me ocurría beber.
- ¿Caín?
- Sí, soy yo. ¿Quién es? – preguntó.
- Soy Ian. Oye, me apunto a tú fiesta.
- Así me gusta – su voz mostraba felicidad.
- ¿Dónde es la fiesta?
- En Verdes. Es un sitio nuevo, está en el centro de la ciudad, no te será difícil encontrarlo, sólo fíjate en el cartel.
- Ahora mismo voy.
- Aquí te espero.
Colgué y me vestí.
Cuando salí a la calle, ya había dejado de llover, pero el frío propio del invierno me endureció los pezones.

La música de la fiesta se escuchaba desde casi toda la ciudad, por lo que no me fue muy difícil llegar a ella.
En la puerta, decenas de jóvenes se empujaban por poder pasar, y cómo no quería que ninguno de ellos me rompiera un brazo o me pisara, esperé al fondo, apoyado en el capote de un coche Opel Insignia Sports Tourer 4x4, de color metálico. Cuando vi un hueco, tras diez minutos insufribles de espera con los oídos taponados a causa de los gritos de las muchachas y la música. Me acerqué al guarda y le pregunté si podía pasar. Ésta fue su contestación:
- ¿Estás en la lista? – mascaba un chicle sin color, llevaría horas mordiéndolo.
- No lo sé – dudé – soy amigo del organizador. Caín.
- No hace falta que me digas cómo se llama, conozco perfectamente a Caín. ¿Cómo te llamas tú?
- Ian.
A continuación, ojeó un listado de invitados, susurrando una y otra vez la letra inicial de mi nombre.
Me miró por encima de la montura negra de sus gafas.
- Según esto, tú no estás invitado.
- Bueno, Caín me ha invitado ésta mañana, y yo acabo de decirle que venía…
- Sí, sí, si… lo que tú digas… Ahora, si no te importa, apártate de en medio, que tengo que atender a todas éstas jovencitas.
A continuación, un grupo de chavalas de unos catorce años, se me colaron, emocionadas por encontrarse ante (cómo ellas dirían) la súper mega mejor fiesta de la historia.
- ¡Espera, espera! – grité, pero el estribillo de la canción Can´t be tamed de Miley Cyrus ahogó mis palabras.
Maldita sea. Mascullé para mis adentros.
El grupo de las chicas entró.
- Oye, ¡yo estaba primero!
- ¿Sí? – se burló de mí – pues qué pena, no te había visto.
- ¡No me vengas con esas, he venido hasta aquí para disfrutar un poco, y aun habiéndome invitado el dueño de la fiesta, vas tú y me impides la entrada!
- No te pases, nenaza, o te daré una paliza, alegando que me provocaste.
- ¡Estás loco!
- ¡Eh Ian! – una voz masculina me había llamado desde detrás del gigante guarda que me sacaba dos cabezas. - ¿Por qué no estás ya dentro?
- ¡Por qué el tío éste no me deja, le he dicho que tú me habías invitado y no me ha hecho ni puto caso! – le contesté. Enfadado.
- ¿Cuántas veces te he dicho que no importa quién entre? Esté o no invitado, déjale pasar, ¡coño Bill, que es una fiesta! – el guarda lo miró, y después me fulminó con la mirada, abrió la puerta, y Caín me hizo un ademán para que pasara.
En cuanto entramos en la fiesta, un calor aterrador me agobió, cientos de personas bailaban por la inmensa pista de baile, al son de la música que sonaba a toda potencia desde los altavoces colocados unos sobre otros tanto en el suelo, cómo en las paredes o en las esquinas. El techo estaba adornado con una infinidad de globos, de muchos colores pero todos con un mismo número grabado, el diecisiete. Caín me dio unas palmaditas en la espalda.
- Hace frío ahí fuera ¿verdad?
- Sí – asentí.
- ¿Qué? – me preguntó, era imposible entablar una conversación allí.
- ¡Que sí! – grité.
- Ah vale. Yo tengo que manejar todo esto, así que tú, diviértete.
Al instante ya lo había perdido entre tanta gente. Entonces, divisé la barra a lo lejos, al otro lado de la estancia.
En el recorrido desde la entrada hasta mi objetivo, me pisaron varias veces, y me empujaron otras tantas. La fiesta había empezado hacía tan solo una media hora, y la mayoría de la gente ya estaba borracha.
Me senté en una de las sillas altas, y pedí un whisqui. El chico que me atendió, apenas tendría dieciséis años, pero ya hacía todo tipo de movimientos con las botellas de las bebidas que le pedían, e incluso con los cubitos de hielo y los vasos.
Me bebí mi primer Whisqui contemplando a los jóvenes, en su mayoría féminas, bailando en la pista de baile. Y en medio de la canción Alejandro de Lady Gaga, el hilo de una conversación llegó a mis oídos, y sin ninguna razón, la escuché sin miramientos.
Unas amigas, se iban a por un chico que habían conocido, y dejaban a una de ellas en la barra. La más normalita. Normalmente soy muy reacio a tener conversaciones con personas desconocidas, pero con la ayuda de los tres Whisquis que ya me había tomado, me giré, y mirando a la chica le pregunté.
- ¿No te interesa ése hombre? – ella se mostró sorprendida, parecía muy tímida.
Me miró un par de veces, mientras doblaba las mangas de su camisa, y al final me contestó.
- Sí, pero prefiero que ellos me busquen.
- Entonces ya tienes a un candidato – ése uno era yo ¿qué me pasaba? Estaba claro que el alcohol me afectaba gravemente.
- ¿Estás intentando ligar conmigo?
- Jo, venga, dame una oportunidad al menos.
- Vale, vale, yo aré cómo si no te hubiera dicho nada – se rió.
- Perfecto.
Sonrió. Y en ése mismo instante, me miró fijamente, sus ojos, eran espectaculares. Me absorbieron por completo. Eran hermosos, los más bonitos que había visto en mi vida, los tenía de color verde, pero en varios tonos, era cómo una selva, se mezclaban todo tipo de variantes del color verde más conocido como el que posee la hierba. Incluso rodeando el iris, se volvían suavemente marrones.



















Capítulo.5



1


- ¿Estás bien? – me preguntó, mirándome dubitativa.
- Sí, es que eres tan hermosa.
No he debido de decir eso, pensé.
- Ella se enrojeció. Y apartó su mirada. Tímida.
- Gra… gracias.
- De nada, si no es más que la verdad.
- ¡Para ya! – dijo sonrojada. Río.
- ¿No te gusta que te digan piropos?
- No es eso, es qué no estoy acostumbrada a que me los digan – se confesó.
- No te creo – opiné.
- Pues es verdad – afirmó.
La miré sin despojo, realmente me sentía atraído por ella.
- ¿Cuál es tu nombre?
- Sonrió, me encantaba.
- Juliet. – contestó.
- Bonito nombre – intenté no reírme.
Entrecerró los párpados.
- Mentiroso. Eres un mentiroso, no te gusta mi nombre – intenté repicarle, pero no me dejó. – no, da igual, si yo también creo que es feo.
- Y en ése mismo momento, aparté las yemas de sus dedos sobre mis labios, y le besé.
Definitivamente, no era yo. No volvería a beber nunca más.
- Sus labios, carnosos, me produjeron una maravillosa sensación cuando los mordí levemente. Y al tener sus ojos, tan bellos, cerca de los míos, me conquistó por completo.
Quería tomarla allí mismo. Hacerle el amor.
- ¿Dónde está el baño? – le pregunté, sin aire, casi ahogado entre tanto beso.
- Justo en frente tuyo – me señaló. Rió.
Bajamos las escaleras a toda prisa, cruzándonos con otras parejas. Entramos en el baño de señoras, no quería que ningún pervertido nos vigilara.
Cerré la puerta y eché el pestillo, ella se apoyó en la taza del váter, y seguí besándola. Después la rodeé con mis brazos, y empecé a deslizar mis labios por su garganta, hasta llegar al cuello de la chaqueta, que dejaba entrever sus pechos.
La miré, y asintió.
Le desabroché un par de botones, y agarré los pechos con ambas manos, lamí sus pezones con intensidad.
Gimió. Y provocó un gran latido debajo de mi pantalón. Su respiración agitada movía sus pechos arriba y abajo. Estaba tan ardiente cómo yo. Juliet extendió los brazos y me agarró fuertemente el trasero, me empujó, provocando que mi pelvis chocara con sus piernas. Las abrió de par en par.
Volvió a gemir, y su cabello cayó hacia delante, sus ojos estaban tapados por el flequillo que le caía de la frente.
Juliet se mordía el labio inferior.
- Poséeme – me susurró al oído, su cabello me golpeó el rostro, estábamos listos, el sudor caía por nuestra piel, y el latido de nuestros corazones palpitaba en nuestros pechos.
Posó sus manos en mi cabeza, y me empujó hacia su ombligo.
Remangué su vestido negro, y pasé mis labios por sus muslos, acercándome cada vez más a su sexo. Gimió una y otra vez. Mi erección, encerrada y apretada contra mis pantalones gritaba por salir, quería ser libre.
Deslicé sus bragas poco a poco, ella me miraba con excitación.
Seguí acariciando sus piernas, mientras concentraba mi boca en su clítoris. Juliet agarró mi cabello y enredó los dedos en él. Gemía sin contemplaciones.
Seguí dándole todo de mí, hasta que sentí que no podía más, la erección me palpitaba con tanta intensidad que parecía tener vida propia, mi mente envió un mensaje de socorro a las manos. Estaba cerca del orgasmo.
Juliet intentó quitarme la camiseta, pero no había tiempo, estaba deseoso de adentrarme en su cuerpo. Arranqué mi camiseta, los botones salieron disparados, y cuando la prenda cayó al suelo, lo hizo con un sonido sordo.
Desabroché el cinturón, y me bajé los pantalones, saqué mi erección de su jaula, lo cual me provocó una inmensa satisfacción. Le dediqué un último vistazo a los labios de Juliet, y la besé, su aliento me puso el bello de punta. Le olía a fresas.
Ella abrió aún más las piernas, hasta que sus rodillas chocaron con las paredes, y entonces, cómo pude, me incliné sobre ella, apoyándome en los azulejos, besando su cuello y oliendo su cabello.
Y finalmente me adentré en su interior.
Ambos gemimos de alivio. Ella me abrazó, juntando sus pechos con mis pectorales. Y seguí moviéndome. Arriba, abajo, arriba, abajo.
Los dos nos encontrábamos al borde del orgasmo. Lo sentía. Elevé la marcha, y en el mismo instante que ella rodeó con sus piernas mi cintura, alcanzamos el orgasmo.
Agotados, con la respiración agitada, y sin apartarnos, nos miramos mutua y fijamente a los ojos. Sonreíamos, aliviados.
Había sido increíble.
Suspiré.
- Ha estado bien – dije, recorriendo su cuerpo con mi mirada. Mi camisa se encontraba bajo mis zapatillas, y el vestido de Juliet estaba arrugado. Pero daba igual, habíamos tenido el mejor sexo de nuestras vidas.
- Sí – asintió, cortando el aire con su respiración.
- Oye, Juliet, se me ha olvidado preguntarte una cosa…
- Di… dime – se abrochó la chaqueta plateada.
- ¿Qué edad tienes?
Hubo un breve silencio.
- Um… diecisiete, ¿por qué?
- No, por nada. Tenemos la misma edad.
- ¿Juliet estás ahí?
Alguien tocó la puerta.
- ¡Sí, sí, ahora salgo! – gritó ella, poniéndose bien el vestido.
- ¿Quién es? – le pregunté.
- Es mi amiga, Healy – contestó en un susurro.
Me puse el pantalón.
- ¿Sales ya? – la amiga volvía a interrumpir.
- Me tengo que ir – dijo ella, nerviosa.
- Vale.
Abrió la puerta del baño y yo me pegué a una esquina para que su amiga no me viera.
- Encantado de conocerte. – le dije, mientras me miraba por última vez.
- ¿Qué hacías tanto tiempo en el baño? – le oí decir a Healy, mientras se alejaban.



2

Salí del baño unos segundos después. Y subí al piso de arriba, es decir; a la fiesta. Busqué a Caín, para decirle que ya me iba a casa, había tenido suficientes vivencias por un solo día.
Me fui de Verdes, con una gran sonrisa en el rostro. Y con la camisa rota. El frío me caló hasta los huesos, y decidí correr, para llegar cuanto antes a casa.
El cielo de aquella noche, lucía un gran color metálico, gracias a la luna, que brillaba con todo su esplendor.
Cuando llegué al portar de casa, Katherine me esperaba sentada en las escaleras, fumándose un cigarro.
Me acerqué.
- He estado en el bar. – dijo con voz sentenciada.
- Me alegro por ti – opiné, intentando escapar de aquella situación.
- No quiero entrometerme pero…
- Pues no lo hagas – la interrumpí con voz tajante. ¿Por qué la trataba así? Sólo quería saber lo que me había llevado a golpear a mi supuesto mejor amigo.
- De acuerdo. Cómo tú quieras, tengo una buna relación contigo y no quiero agobiarte. Pero, Victor me ha dado un mensaje para ti. Dice que estás despedido.
Introduje la llave en la cerradura, y abrí la puerta bruscamente, ¡la había fastidiado! Todo se iba a pique.
- Qué duermas bien – me dijo Katherine, elevando la voz.
Subí las escaleras hasta llegar a mi cuarto, arrojé las llaves contra el suelo, y éstas se arrastraron por él, hasta quedar sepultadas debajo de un armario.
Daba igual, estaba demasiado enfadado para preocuparme por ése tipo de cosas. Me desnudé, y decidí darme una segunda ducha.
Al menos el agua hirviendo me daría mi merecido.
Aquella noche me dormí en el sofá, con la televisión encendida viendo el canal de la tele tienda. Y tapado tan solo por la toalla con la que me había secado, y que ahora cubría mi cintura.


Recuerdos, pequeñas imágenes, de vivencias que hemos tenido, soñado, o imaginado. Nos acompañan por toda la vida, devolviéndonos sentimientos y sensaciones, capaces de cambiar nuestro estado hasta en los peores momentos.
Uno de ellos, se asomó en mi memoria. Sacándome una sonrisa.
Mi primer beso, pensé.
Aún lo recuerdo cómo si hubiera sucedido ayer, es pasmosa la claridad con la que lo siento.
Hacía tres semanas desde que nos habíamos mudado al nuevo pueblo, por entonces, yo, aún tenía doce años. Recién cumplidos.
Era un día como otros tantos, al vivir al norte, la humedad estaba presente casi todo el tiempo, y llovía a cántaros. Ocurrió un seis de Enero.
Me encontraba tirado en el sofá, mientras mi madre le hacía un trabajo al señor Augus. Un vecino de la comunidad, muy tonto. Mi hermano Jacob, se encontraba recogiendo monedas en el juego Sonic.
El sonido de la cama golpeando la pared acompasadamente, me provocaba escalofríos, provocaba que pensara en lo que sucedía en el cuarto de mi madre. Y no me gustaba. Cerré la puerta, cogí el mando de la televisión y aumenté el volumen lo máximo que pude.
- ¿¡Juegas!? – me preguntó Jacob.
- No – negué con la cabeza.
Y siguió a lo suyo.
Tras unos segundos, desesperado, salí de casa y me colé en el cuarto de fregonas que había en el portal. Agazapado, comencé a cantar.
- Cantas muy mal.
Arianne, estaba al otro lado de la puerta.
La abrió.
- Hola Ian.
- Hola.
Hubo un eterno silencio.
- ¿Qué haces? – me preguntó. Cargaba con bolsas.
- Nada. ¿Y tú?
- Vengo de hacer la compra.
Cierto, estaba empapada.
- ¿Tu sola?
- Sí – asintió. Miraba a la oscuridad. Esos ojos, eran tan bellos. ¿Cómo no podían mostrarle el mundo, para qué querer unos ojos así si ni siquiera te sirven?
- ¿Vas a casa?
- Así es.
- ¿Quieres qué te ayude con el peso?
- Gracias.
Cogí dos de las bolsas y las cargué.
Pesaban lo suyo.
Entonces, agitó la cabeza, y el olor impregnado en su pelo, me sacudió.
Melocotones, pensé.
Subimos hasta su casa. Y le ayudé a poner la compra en las diversas estanterías situadas en la cocina.
- Qué bonito – afirmé, mirando atontado el pasillo.
- ¿A sí?
- Lo siento.
- No, tranquilo, disfruta de lo que Dios te ha dado.
- Eres muy buena.
- ¡Ya lo sé! – bromeó.
Cundo paró de llover, salimos a la calle. Y dimos un paseo por el pueblo. Recorrimos un par de calles, nos encontramos con varios perros, y subimos una cuesta empinada que nos llevaba al puente Happy.
Había sido un puente, que hacía doscientos años atrás sirvió de muestra de la paz entre el pueblo donde nos encontrábamos y el vecino. Así pues, ése puente fue la primera y única manera en la que se podía pasar la gran brecha abierta en la roca que los separaba.
Pero aquel día, al cruzar el puente, no nos esperaba nada bueno.
- ¡Parejita! – gritó un muchacho, sentado en una moto.
Era un grupo de amigos, que parecían estar allí por ninguna razón en especial. El sol ya se había ocultado tras las montañas. Y la oscuridad comenzaba a llenar el cielo.
Se nos acercaron, amenazantes.
- Tranquilos no os vamos a hacer nada – mintió otro de ellos, corpulento, de cabello rapado, y regordete.
Arianné me agarró la mano con intensidad. El rugir del tubo de escape de la motocicleta ensordeció mis oídos.
A continuación, recibí un fuerte golpe en la nuca.
Recobré el conocimiento, segundos… tal vez minutos más tarde. Arianne peleaba, y gritaba. Los cuatro hombres le estaban intentando quitar el vestido blanco que llevaba.
La tierra estaba llena de latas de cervezas vacías.
Me levanté rápidamente. Y la cabeza me dio un vuelco. Sentí un fuerte dolor, y me llevé la mano al lugar del que procedía. Estaba sangrando. Agaché la mirada, un tubo de metal yacía a mis pies. Seguramente fue con el qué me golpearon.
Lo agarré, y corrí hacia ellos, estaba lleno de odio, asco, y miedo. Alcancé a uno de los cuatro en el pecho, y gritó de dolor.
- ¡Hijos de puta! – qué irónico, que fuera yo quién lo dijera…
- Maldito niñato – masculló el hombre al que acababa de golpear. Las miradas de todos ellos estaban fijas en mí.
Los siguientes minutos, sólo recuerdo estar agachado en el suelo, protegiéndome la cabeza, lleno de dolor.
Y después, el sonido de varias motos alejándose a gran velocidad.
Minutos después recobré el conocimiento, no podía moverme.
- Ian – aquella voz, lloré.
- Arianne – una herida en el labio inferior me quemó.
- Tranquilo, estoy aquí – apenas podía verla, debía tener la cara hinchada de tanto golpe.
Se puso sobre mí, con cuidado.
Y se me acercó hasta que su respiración enfriaba mi rostro.
Me besó.
Nunca olvidaré ése recuerdo. Tan maravilloso…





Capítulo.6


1




Los dedos me resbalaban por el teclado del ordenador. Por fin, había vuelto a escribir, mi gran pasión, y mi verdadero amor. Había perdido ya el control del tiempo, y ni siquiera me había parado a pensar. El estómago me rugía, pero daba igual. Tras meses de sequía, por fin contaba con una historia que contar. Inspiración ¿regresaba a mí en los peores momentos?
<< La voz de mi jefe sonó a mi espalda, me giré temeroso de poder encontrar su mirada. Agaché la cabeza, y pregunté.
- ¿Sí?
El breve silencio mató mi esperanza.
- Estás dentro >>
Y en la realidad, alguien llamó a la puerta.
Paré. Desperté.
Dudé un par de segundos, debía contestar.
- Sé qué estás ahí.
Estaba sentenciado. Y con resignación, arrastré mis pies por el parqué.
Abrí la puerta.
- Tenemos que hablar.
Alison entró sin permiso. Con bolso en mano, y cara de pocos amigos.
- ¿Eso crees?
- Sí, lo creo. Por favor, Ian, al menos podrías pedirle perdón a Victor. Está enfurecido con la que montaste en el bar.
- Ya…
- ¡No! No me vengas con esas – elevó la voz. Señalándome con el dedo índice.
Olía a sudor y perfume.
- Yo no tengo nada que decirte. Adiós.
- No, lo siento, pero hasta qué no hablemos no me iré.
Agarró mi brazo, y me miró fijamente a los ojos.
- Discúlpate.
- No, adiós.
Le hice un ademán para que se fuera.
Negó con la cabeza.
Suspiré.
- ¿Por qué actúas así?
- Por favor… vete.
- No, al menos dime qué es lo que te llevó a pegar a tu amigo.
- Nada – negué.
Me giré. No quería recordar, y menos expresar mis sentimientos delante de una mujer que conocía más bien poco.
- Ian…
Me abrazó. Y rompí a llorar.
Eran demasiadas cosas en tan poco tiempo.
Había perdido a mi madre, seguía peleado con mi hermano desde hacía años, acababa de mudarme a una ciudad en la que no conocía a casi nadie. Y para colmo, mi mejor amigo se había liado con mi ex, cuando aún sentía algo por ella.
Quería huir de todo, abandonar aquella vida, y escapar.
Hacia las cuatro y media de la madrugada, Alison y yo nos quedamos dormidos, abrazados en mi cama. Solo dormimos.

Phoenix, yacía inmersa en un mar de sombras, bajo un frío aterrador que plasmaba el aliento en el aire. Las casas se perdían entre miles de calles desiertas. El cantar de los grillos resonaba en mi cabeza. Y el suelo empapado, amortiguaba mis pasos.
Ahora me arrepentía. Desde la confortante habitación en la que me había encontrado minutos atrás, todo se veía diferente. Las calles sombrías habían calado la frontera de mi corazón, y seducido al escritor que residía en mí interior.
Me llevé las manos entumecidas a los bolsillos. Pero también se me enfriaba el rostro. Agarré con los dientes la cremallera de mi chaqueta, y la cerré del todo, hasta sentir el tejido sobre mi piel. Relajante.
Era hora de volver a casa. Corrí con la intención de subir la temperatura corporal, y cuando llegué al portal, respiré, sudoroso.
Desde la cama, seguía pareciéndome más acogedoras las calles del pueblo. No obstante, en cuanto recordaba el frío atravesando mi piel, y clavándose en mis músculos cómo alfileres, agradecía por todo.
Y estaba claro, lo que llevaba perturbando mi mente desde hacía un par de días, no me dejó pensar en nada. Me había comportado cómo un estúpido. Mañana iría al bar, le pediría perdón a todos los que me vieron montar aquel circo, y lavaría mi conciencia de una vez por todas. Tenía que asumir que me acercaba a la mayoría de edad, y que eso me acarrearía muchas responsabilidades.
2
A las seis de la mañana, me encontraba de pie frente al bar, que aún estaba cerrado. Los copos de nieve llevaban cayendo durante horas, y el suelo parecía estar cubierto por una finísima capa de algodón. Me llevé el cigarro a los labios, y me tranquilicé. Tenía un discurso preparado. Y no dejaba de mover el pie una y otra vez. Nervioso. Las calles de Phoenix estaban desiertas, como si de la noche a la mañana la gente hubiese desaparecido. Pero aquello lo hacía más confortable, y tranquilo. Nunca me había detenido a contemplar la puerta del edificio por la que entrabas para llegar a un gran patio trasero. Compuesta de madera podrida que te conducía al susodicho lugar, custodiado por ángeles, los cuales sus facciones se deformaban en la piedra.
A las seis y diez minutos de la mañana, Victor apareció. Vestido con un chándal de color gris, se agachó para abrir la verja de metal. Y entonces lo llamé.
- Victor.
Él se giró bruscamente.
- ¡Que soy yo! – me identifiqué – soy Ian.
Se calmó. Bajó los hombros y metió la llave en la cerradura de la puerta principal.
- ¿Qué quieres? – preguntó a disgusto.
- Lo siento.
- ¿Qué? – volvió a mirarme, entrando en el bar.
- ¡Que lo siento! Oye perdóname por lo de…
- ¿Qué te perdone? No tengo por qué hacerlo.
- ¡Ya! Ya lo sé… pero por favor, necesito la pasta, por favor, lamento lo que ocurrió.
- No es ése el tema, Ian. Lo que deberías haber hecho es salir a la calle y hacer ahí lo que hiciste, pero en caso de que no fuese eso posible, cómo mínimo deberías de ser responsable, y no irte del bar sin más, y volver a los dos días a disculparte.
- Lo sé, y lo siento. Por favor, perdóname.
Hubo un perpetuo silencio en el que sólo se escuchó el derrape de un coche.
- Está bien, estás perdonado, pero desde hoy vuelves a trabajar, y durante unos días harás horas extras.
- Bien, lo que tú digas – asentí por duplicado.

Volví a casa, firmando la nieve con la suela de mis deportivas. Y a las ocho regresé al bar. Dispuesto a corregir lo ocurrido días atrás.
Alison al principio me recibió con una sonrisa reacia, pero luego me abrazó fuertemente.
- Me alegro de que estés aquí – afirmó ella.
- Y yo también – añadí.
Me encontraba secando los cubiertos. Y entonces Alison me susurró al oído.
- Han entrado unos clientes. Creo que te toca a ti.
La miré, y dejé unos cuantos cuchillos en su sitio correspondiente. Después alcé la vista y miré de uno en uno a los nuevos clientes. Y allí estaba ella. Juliet. Acompañada de sus amigas y de un chico.
Di un paso, y me resbalé con el agua que había caído del friega platos. El dolor se me hincó en la espalda, alcanzando mis extremidades.
- ¿Estás bien, Ian? – Alison alarmó a todos.
- Sí – asentí, apoyándome en la barra.
- ¿Te has caído?
¿Qué si me he caído? ¿No es obvio? Pensé
- ¿Te duele? – volvió a preguntar.
Le eché una mirada fulminadora. Y caminé hasta la cocina. Allí Robert, el cocinero me ayudó a sentarme.
- Gracias – le dije.
- De nada hombre. Vaya ostia que te has pegado. Lo menos que podía hacer era ayudarte.
Alison seguía asustada, con las manos en la boca.
- ¿Seguro qué te encuentras bien? ¡Tenemos que ir al hospital! – deliraba.
- ¡No seas tonta! – le grité, agobiado. – estamos nosotros dos solos de camareros, si nos vamos tendríamos que cerrar el bar, y Victor no me lo perdonaría.
- Pero, pero, tienes que estar seguro de que no te has hecho nada.
- Alison, déjale, te ha dicho que se encuentra bien. No creo que sea tan estúpido cómo para mentirte – Robert me “defendió”.
- Gracias – le dije.
Y él me guiñó un ojo.
- Para eso estamos – añadió. Y siguió cocinando.
- Venga Alison, sigue llevando la comida, o los clientes se impacientarán, yo ahora iré.
- Sí, no, espera, tú quédate descansando, yo aré por los dos.
Y se fue.


Un par de minutos después, salí a la barra, y bandeja en mano comencé a repartir la comida. Alison seguí preocupándose por mí, y como sabía que no me gustaba que lo hiciera, intentaba ocultármelo. Sonreía.
Me tocó servir en la mesa número tres, que estaba a tiro de piedra en la que se encontraba Juliet. Aún parecía que no se había percatado de que estaba allí a dos metros de ella.
- ¿Qué desean? – le quité el tapón al Bic, y me dispuse para apuntar todo cuanto me dijeran.
El matrimonio de los Roland, eran muy conocidos en el pueblo. Ella era la cotorra reina, y él el mujeriego del pueblo, o cómo los llamaba Alison: Los cornudos.
- Yo quiero una hamburguesa – empezó a decir ella. Entonces me percaté de que su marido había alzado la vista, y mirada por encima de la carta a su mujer, con asco.
- ¿Cuándo vas a empezar a cuidarte? – le reprochó.
Ella se volvió furiosa y le contestó.
- ¡Cuando tú dejes de fijarte en mujeres que no tiene ni la mitad de edad que tú, pervertido!
Yo me quedé mudo. Mirándolos.
- Por favor ¿podrían decirme lo que desean?
- ¡Tú cállate! – me ordenó él, Ron.
Entonces, Alison que había estado viendo todo el espectáculo se acercó. Enfurecida.
- ¡Oye, Ron, no te atrevas a hablar a Ian de ése modo, que él ha sido muy educado contigo!
La miró, dubitativo.
- Eso, hazle caso a ella – añadió su esposa.
- ¡Y usted puede el favor de pincharle! – gritó Alison.
La mirada se me escapó y me concentré en Juliet. Y entonces, nuestras miradas se encontraron. Ambos giramos las cabezas, simulando no haber visto nada. De pronto, me había transportado a la fiesta, y me encontraba en el baño en medio del acto sexual que habíamos tenido.
Sonreí. Aturdido.
Los Cornudos terminaron de pedir, y regresé a la barra, le dejé el posit a Robert con los pedidos. Y sin darme cuenta, seguí mirando a Juliet. Que reía, divirtiéndose con sus amigos. De pronto supe que ella sabía que la miraba. Lo sabía perfectamente.
Un cuarto de hora después, se fue al baño, y antes de entrar, me echó una mirada juguetona. Me retiré un momento y la seguí.
- Juliet. – la llamé.
- Aquí – dijo ella, tocando la puerta de uno de los lavabos individuales. – cierra el pestillo.
Y lo hice. Después corrí hasta el baño.
Me esperaba sonriente.
- Hola – me dijo en una risa nerviosa.
- ¿Qué haces tú por aquí? – le pregunté.
- He quedado con mis amigas, y hemos venido aquí para comer.
- Ya, ya lo veo.
- Oye, no podemos estar aquí mucho tiempo o alguna de mis amigas sospechará algo.
- Lo entiendo – afirmé, asintiendo con la cabeza – ¿me podrías dar tu número de móvil para quedar algún día de éstos?
- Bueno, es qué… - dudó.
- ¿Qué pasa? – le pregunté. - ¿No tienes teléfono?
- ¡No! No es eso, es qué… - hubo una breve pausa. – de acuerdo, apunta.
Y me dictó su número. Acto seguido, salió disparada del baño, despidiéndose.
Después, cuando salí yo, unos segundos más tarde, ya se iba con sus amigos del bar, caminando bajo la nieve, sonriente, mientras sus ojos brillaban con intensidad.
Alison se me acercó.
- ¿Qué miras? – preguntó.
- Nada – dije inmediatamente, volviendo al mundo.
- ¿Nada? – repitió, dubitativa.
- Sí, nada, es qué… hace un buen día, ¿verdad?
- Sí, tienes razón.


A las ocho de la tarde recibí una llamada de la tienda de tecnología, en la que había dejado días atrás mi DVD. Ya lo habían arreglado. Le dije a Alison el problema que tenía, y me remplazó durante el rato que faltaría. Unos cinco minutos.
Corrí a la tienda, y el hombre me lo devolvió tan solo a cambio de cinco dólares.
Me despedí con la mano, y volví al trabajo. Cuando finalicé el trabajo, junto con Alison y Robert, salimos a la calle, en la cual seguían cayendo copos de nieve sin descanso. Y el frío viento del norte nos helaba.
Robert fue el primero en irse, Alison y yo nos quedamos un rato hablando, hasta que nos despedimos con un par de besos y un –hasta mañana-.
Llegué al comedor, y dejé mi chaqueta en la entrada, me encontré a Katherine dormida en el salón de abajo. La tapé con una manta que ya había sacado ella, y subí a mi piso. Lo primero que hice fue descalzarme, y gemir de alivio, después me pegué una buena ducha relajante, y me senté en el sofá, preparado para ver el DVD que me había dejado mi madre.
El video comenzó, y con su rostro cómo protagonista, un dolor se clavó en mi corazón, aún no podía creer que no estuviera, que ya se había ido para siempre. La sentía tan lejos, que me inundó una sombría sensación, que solo el sueño pudo aliviar unas horas después.
<< Ian, siento no poder estar contigo para siempre, pero así es la vida, espero que seas muy fuerte, y que sigas adelante, eres una gran persona, y vales mucho, no olvides que mamá te quiere. Por favor, no lo olvides.
Y con todo, hay una cosa que te quiero contar, que si estás viendo este DVD es por qué nunca llegué a decirte>>
Hubo un silencio pausado. En el que ella tomó un trago de un café que tenía a la izquierda. Y finalmente siguió hablando.
<< Ian, hay una cosa que nunca te he contado por miedo. Por miedo a que me rechazaras o me abandonaras, cómo hizo Jacob, no quería perderte, y cuando tuve la desgracia de perder a mi hijo sentimentalmente. Sentí que no podía pasarme lo mismo contigo, por eso no te he contado esto antes, y antes de decírtelo, espero que no me guardes rencor, y que siempre sepas que te quiero y que he luchado por ti.
Ian, no eres mi hijo…>>
El video seguía en marcha, pero en ése instante, mis oídos se evadieron del mundo, y aquellas palabras siguieron repitiéndose en mi cabeza. Mientras yo estaba sentimentalmente inconsciente.
<>
¿Qué quería decir con eso?
























Capítulo.7


1



Permanecí tres horas frente al televisor, bloqueado. No sabía cómo reaccionar en una situación como aquella. El video ya había finalizado tiempo atrás, y ahora la pantalla estaba pintada de azul marino, con el número cero en la parte superior a la derecha.
El sonido de la cadena y el agua recorriendo las cañerías de mi vecina, me despertó en parte. Recorrí el salón, y después el resto del piso, tenía la sensación de estar en un lugar que no era mío. No reconocí aquellas paredes de blanco, a las que no sabía arañar en sus recuerdos, no trasmitían información. Mi antigua vivienda me vino a la mente, llena de momentos inolvidables, a la que aún ataba sentimientos del pasado. Me sentí vacío, sin nada por lo que seguir adelante. Apoyé todo mi peso en uno de los brazos del sofá, y me ayudé a levantarme, arrastré los pies hasta la ventana, la abrí, y sintiendo la brisa cálida de la noche que me daba la bienvenida, me apoyé en el alféizar de la ventana. Suspiré.
Necesitaba tiempo para luchar contra los hechos más recientes.
El rostro ya adormecido por el frío, con los ojos llorosos, y con el corazón latiendo fuertemente. Decidí llamar a una persona.
- ¿Quién es? – preguntó la voz ronca al otro lado.
- Soy yo.
- ¿Ian? – parecía sorprendida.
- Hola Alison. Ya sé que es tarde, y que no debería de llamarte a astas horas, pero eres a la única persona a la que puedo acudir. Te necesito.
- ¿Te ha pasado algo? ¿Estás en tu casa?
- Sí, a la segunda pregun…
- Ahora voy para allí – me interrumpió – enseguida llego – colgó, y tras unos instantes, cerré la ventana.

Unos quince minutos después. Alison yacía frente a mí, con ojos brillantes y preocupados.
- ¿Qué sucede? – me preguntó.
- Necesitaba hablar con alguien, y tú eres la persona en la que más confío. – Y era cierto, en parte, al oírme, sentí pena por mí mismo, en realidad no tenía casi nadie a quién acudir en momentos cómo esos. A parte de Alison, y Katherine… ¿quién me quedaba? Y ahora que lo pensaba, ¿por qué no llamé a Katherine si la tenía a tiro de piedra? ¿Acaso Alison me transmitía más confianza? Sí, así parecía ser.
Ya en esos momentos no quería seguir pensando, con la puerta adecuadamente cerrada, y con la luna bañando de plata la piel de Alison. La abracé.
Ella se quedó en silencio. Cómo si no supiera reaccionar.
Acto seguido, la miré profundamente a los ojos, y sintiendo su latido extremadamente rápido, la besé.
Tardó un instante en reaccionar, pero después, posó sus manos en mi cadera, mientras yo la rodeaba con los brazos.
Nos besamos intensamente durante espacio de varios minutos.
La tumbé en la cama, me quité la camiseta negra, y con los pezones listos para cortar hielo, me abalancé sobre ella. Mi entrepierna chocó con la suya y Alison gimió. La desnudé bajo la atenta mirada de la luna, que parecía no perderse ninguno de nuestros movimientos. Metí mi mano entre sus piernas, y se mordió el labio inferior, para no gritar de pasión. Su respiración era agitada, y acompasada con los movimientos de mis dedos.
Con la erección ya palpitando bajo el pantalón, decidí dejarla libre. El calor me trepaba por el cuerpo cómo una telaraña. Recorría su piel centímetro a centímetro con mis labios, como si de ése modo pudiera memorizarla en mi mente, y sentirla más próxima.
Después, me adentré en su cuerpo abrasador. Mi miembro ardió, y gemí. Los próximos minutos me dediqué a seguir dentro de ella, subiendo y bajando, mientras acariciaba sus facciones con la mirada. Ambos ardíamos.
Cuando ella ya estaba próxima al orgasmo, hincó sus uñas en mi columna vertebral. Aceleré la marcha, hasta acabar rendido.

2

Un par de horas después de mi encuentro con Alison, decidí (tras comprobar que mi sueño era escaso) salir a dar un paseo por las calles de Phoenix.
La luz de la luna, enmarcaba las huellas del tiempo en las casas. Recordando que el pasado es pasado. Las pocas farolas existentes tintineaban sin fuerza. Y algún que otro coche escapaba de la rutina recorriendo el pueblo a gran velocidad.
Al girar en una esquina, cerca del bar –Antón- que hacía las veces de picadero para muchos hombres casados, sentí un pinchazo en la nuca. Alguien debía de estar mirándome. Me giré, y entre las sombras que hundían las calles en oscuros pasajes, dos ojos de color oro fundido me miraban con curiosidad. Di un paso hacia delante, y aquella pequeña silueta saltó del cubo de basura en el que acababa de estar y salió corriendo calle abajo. Era un simple gato.
Tras media hora deambulando sin rumbo dijo, llegué a las afueras de la ciudad. Un parque construido especialmente para todos aquellos que tuvieran un perro de mascota, al que pudieran pasear con tranquilidad. Me enfilé en aquel camino rojo, bien señalado en el suelo, y cuando alcancé un banco frente a la fuente que había en el centro del parque, me senté. Cómodo. Y dispuse toda mi atención al desnudo cielo que lucía un par de estrellas.
No sabría decir si el tiempo que pasó mientras me perdía en mis pensamientos fue extenso. Sólo que transcurrió. Después de que una brisa me helara de arriba abajo, decidí volver a casa. Pero la noche no había acabado, al menos para mí.
Escuché unos gritos, y tras comprobar el paisaje a mí alrededor, y aceptar que simplemente de aquella forma no sería capaz de encontrar a la mujer que pedía auxilio. Perseguí los gritos, que poco a poco fueron convirtiéndose en llantos.
Y en medio de aquel bosque, entre tanta maleza, encontré una escena tétrica. Dos cuerpos yacían sin vida tirados en el suelo, con charcos de sangre a su alrededor. Con una mujer gritaba, de rodillas tirada en la hierba.
Sin guerrero, provoqué un pequeño ruido al romper una rama con mi pie, y la mujer se arrastró en la hierba, aterrada, no sabía que era lo que había visto pero fuera lo que fuese la hubo marcado para toda la vida. No me daba cuenta pero mi silueta sumida en las sombras no la tranquilizaban. Salí cuando logró verme por completo, sus gritos de auxilio pasaron a ser súplicas que iban dirigidas a mi persona.
- ¿Qué ha sucedido aquí? – le pregunté. Su rostro, bañado en lágrimas, y con el rímel corrido, parecía haber salido de una película de terror. La mujer intentó en vano, ponerse en pie, me acerqué a ella y la ayudé.
- ¡Sálvelos por favor, se están muriendo! – se tiró al suelo, tocando los cuerpos de los hombres.
- Ahora, pero señora, tranquilícese, todo irá bien – saqué el teléfono móvil, pero entonces, algo muy extraño sucedió. Una fuerte ráfaga de viento sacudió los árboles, y los cuerpos de aquellas personas se convirtieron en cenizas que el viento arrastró hacia las montañas.
Segundos después, y con el horror gravado en la cara de la mujer, ya no quedaba nada de aquellos hombres, los cuerpos habían desaparecido, sin dejar rastro.
A continuación, sentí un fuerte dolor de cabeza. Intenté gritar, pero mis labios estaban pegados, los brazos no me respondían, y todo a mí alrededor se desmaterializó, a continuación, una luz cegadora inundó por completo mi campo visual.
Todo había sido una pesadilla.
El cuerpo de Alison estaba a mi derecha, con su cabeza apoyada en mi hombro, mientras mi agitación agitada rompía el silencio impuesto en la habitación. Me levanté a por un vaso de agua. Y cuando regresé a mi cuarto, contemplé su cuerpo desnudo brillando bajo la luz de la luna. Pintada de color metal azulado, que la hacía irresistible.
De pronto, oí crujir la madera que componía el suelo del pasillo, me giré de lleno, una silueta, bajo las sombras que lo mantenían en el anonimato, sus rasgos se perdían en la oscuridad, y me miraba fijamente. Cerré por unos instantes los ojos, y cuando los abrí, ya no estaba allí. Corrí al pasillo, y tras comprobar que no había nadie, me adentré de nuevo en la habitación, y descubrí aterrado, que la ventana estaba abierta, lo peor era que yo no recordaba haberla dejado así. El horror escaló por mis piernas, rodeando mi cintura, y clavándose en mi espalda cómo cuchillos recién afilados. Cerré la puerta, y después la ventana, me metí en la cama, y coloqué de nuevo la cabeza de Alison sobre mi hombro, finalmente me dormí, escuchando su fuerte respiración.






























Capítulo.8


Segundo Asesinato



Era una fría noche de invierno, las nubes cubrían el cielo, y la niebla se adentraba hasta las puertas de las casas. El pavimento estaba adornado de pequeños charcos, por la reciente llovizna. Era sábado, y por lo tanto, cientos de personas salían a la calle a pasar un buen rato. El trabajo quedaba relegado hasta el próximo lunes. Y ahora era tiempo de disfrutar. Las familias ya corrían de vuelta a casa, como cenicienta al toque de queda. Pero aún quedaba un plato fuerte, los machos, hombres bebidos a altas horas de la noche, que no se percatarían da nada.
El señor X, esperaba ansioso su cena, ya había dejado atrás a una mujer embarazada, y al marido de ésta. Era hora de un hombre adulto. El señor X que cubría su rostro en la sombra que le hacía su capucha de color negra, esperaba escondido en el fondo de un callejón, atento, su víctima estaría a punto de salir del bar al que no quitaba el ojo de encima.
Minutos después, allí estaba, pero alguien lo acompañaba, el hombre de barriga cervecera, con cuarenta y seis primaveras a la espalda, iba acompañado de otro hombre, un poco más joven, de mayor estatura, y musculoso hasta decir basta. El señor X dudó, podría abalanzarse sobre ellos, era un ángel caído, (cómo lo llamaban los humanos), y tenía el factor sorpresa. Podría acabar al menos con uno de los hombres sin que el otro se percatase. Luego, simplemente era atacarlo, y si hacía falta utilizar las manos. No sería mejor seguirlos, y cuando se separaran atacarlos. Lo prefería así.